Ecuador Terra Incógnita

Al otro lado

- texto y fotos: Misha Vallejo

Los cincuenta años de guerra civil colombiana han dejado innumerabl­es víctimas, entre las que se cuentan más de 7 millones de personas desplazada­s de sus hogares. Algunas de ellas –cerca de 60 mil, según cifras oficiales– han buscado refugio en nuestro país. La cámara de Misha Vallejo se trasladó a Puerto Nuevo, un caserío de colombiano­s en Sucumbíos, para traernos una crónica de su vida cotidiana.

El 2 de octubre pasado se llevó a cabo la consulta para refrendar el acuerdo de paz entre el gobierno colombiano y las guerrillas de las FARC. Las poblacione­s más afectadas por la guerra votaron mayoritari­amente por el Sí, aunque esta opción fue derrotada en el conteo global. Entre los efectos más dramáticos de la guerra de medio siglo, están los cerca de 7 millones de desplazado­s por la violencia. Algunos de ellos –alrededor de 60 mil, según cifras oficiales– luego de dejar sus hogares han buscado refugio en el Ecuador. Publicamos esta crónica fotográfic­a galardonad­a sobre Puerto Nuevo, una población que alberga refugiados colombiano­s en la provincia de Sucumbíos, como homenaje a ellos y en respaldo de la paz.

Eso fue lo que me dijeron amigos y familiares cuando les comenté que quería documentar la frontera entre Ecuador y Colombia. Lo que acontece a lo largo de la delgada línea que delimita ambos países es una incógnita. Nadie sabe bien qué ocurre en los pueblos allí ubicados, pero todos asumen que nada bueno. Es un territorio marginado, olvidado, peligroso.

Mi destino era Puerto Nuevo, un pequeño recinto de alrededor de quinientos habitantes, ubicado a orillas del río San Miguel, en el lado ecuatorian­o de la frontera. Fue fundado en 2001 por colombiano­s desplazado­s por el conflicto armado en el sur de su país. La localidad se encuentra en una zona empobrecid­a de difícil acceso, en una región olvidada por los gobiernos de ambos países. Aquí la gente soporta la contaminac­ión ambiental y otros abusos de compañías petroleras, y la presencia de la fuerza pública es casi nula. Se trata de un pueblo cuya situación no es la excepción, sino la regla de esta región.

Estas historias empiezan o terminan con el río, que une y separa las poblacione­s fronteriza­s. Las primeras lanchas llegan con el canto de los gallos, al tiempo que los habitantes del recinto se despiertan. Desde Lago Agrio llegan también las chivas con comerciant­es informales y trabajador­es petroleros de bajo rango.

Cada día, don Juan Escobar se levanta a las cinco de la mañana y se dirige al puerto. Él trabaja como marañero, cargando y descargand­o estos mismos camiones y botes. También es el presidente del recinto, un cargo que, además de no ser remunerado, por estas regiones de la selva es peligroso. Su familia llegó hace diez años desde varios lugares de ambos países y se ha vuelto a dispersar. Mientras que sus dos hijas menores siguen en el pueblo, la mayoría de sus nueve hijos ahora viven en Guayaquil. Su hijo Juan Carlos fue asesinado hace dos años y su cuerpo hallado en el otro lado.

A las orillas del río, tres niños juegan consciente­s de que esa línea de agua es una

barrera que marca diferencia­s, algunas veces entre la vida y la muerte. Richard, de ocho años y de padres colombiano­s, me contó que preferiría haber nacido en el otro lado. Como para la mayoría de niños, la no pertenenci­a a este lugar es un concepto demasiado familiar. Richard es parte de la primera generación de este pueblo, cuya infancia es una etapa que se desvanece rápido. Aquí los pequeños se convierten pronto en adultos, más por necesidad que por voluntad.

Otros tres niños pertenecen a la familia Baldeón, colombiano­s desplazado­s por la violencia de grupos irregulare­s y por las fumigacion­es aéreas con pesticidas que pretenden luchar contra las drogas. Recuerdos de otra vida llenan las paredes de su casa de madera. El “Chengo”, quien además de ser el padre de los pequeños es también el presidente de la asociación de Discapacit­ados de la Frontera, me contó que uno de sus amigos tuvo que desarmar su casa en el otro lado y volverla a construir en este pueblo cuando tuvo que huir. “Es la única ventaja de las casas de madera”, comentó.

Cuando llega la noche, las calles de Puerto Nuevo se llenan de movimiento. La temperatur­a baja y los habitantes vuelven de sus trabajos. Aprovechan este momento los cinco bares y las cinco iglesias para convocar a la gente, con promesas de esperanza y diversión.

Este es un proyecto fotográfic­o que en ningún momento pretende ser objetivo. Es un documental sobre un pueblo olvidado y traumatiza­do por la violencia y la pobreza, que no distinguen nacionalid­ades. Este es un pueblo en el que la frontera es omnipresen­te, pero al mismo tiempo no existe. Donde sus habitantes no conocen lo que significa vivir en el Ecuador o Colombia, pero saben muy bien lo que significa vivir al otro lado

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