Ecuador Terra Incógnita

Luto

- Por Sabrina Duque

Recién hoy consigo escribir algo, unirme por escrito a la tristeza de la redacción del periódico que fue mi casa durante doce años. Nada me gustaría más que estar ahí y abrazarlos a todos. Nos arrancaron a una parte de la familia y no puedo imaginarme cómo estará el diario.

Admiro la fortaleza de quienes cubrieron la propia tragedia y escribiero­n aún con los ojos nublados y el corazón adolorido.

No puedo creer que en estos días hubo quien culpase a las víctimas por ir a cubrir terreno peligroso o al diario por enviarlos allá. No saben sobre periodismo, punto. ¿Han pensado que allá, en ese terreno peligroso, también viven ecuatorian­os? Es gente a la que es fácil ignorar porque están allá, tan lejos. No saben que solo la prensa nos recuerda el terror que esos esmeraldeñ­os sufren todos los días.

La culpa, en Ecuador, en México, en El Salvador, es de un estado que por décadas ha descuidado el bienestar de la gente. Que permitió que la delincuenc­ia entrase, que no ofreció alternativ­as ni protección. Del estado. Punto.

Ahora quiero hablarles de ellos. No de Javier, a quien no conocí pero que ha sido querido y respetado por gente a quien yo quiero y admiro. Quiero hablarles del señor Segarra y de Paúl.

Porque este también es mi luto: ellos fueron más parte de mi vida que mucha gente de mi familia. Y cuando uno está de duelo es bueno recordar los momentos lindos, perpetuar los recuerdos de aquellos que perdimos. En este caso, de aquellos que lloramos porque nos los quitaron.

El señor Segarra era un señor elegante y amabilísim­o. Casi no viajé con él. Pero era querido por mis amigos. Una persona encantador­a, bajita, con los cabellos plateados. Veo a mis amigos llorar por él y yo también lloro: era como un tío lejano que me inspiraba respeto y simpatía. Siempre intercambi­ábamos sonrisas. No puedo creer que ya no esté.

Con Paúl se ha ido una luz. Alguna vez lo definí como un hombre para la tormenta –cuando yo andaba con nubarrones sobre la cabeza él siempre me decía que todo iba a estar bien–, y cuando supe del secuestro me consolé pensando que él sería la roca que mantendría de buen ánimo al señor Segarra y a Javier.

Paúl era un sol capaz de iluminar el día más nublado. Un tipo talentoso y alto, flaco y desgarbado. Y con una sonrisa que

provocaba sonreír. ¿Han visto sus fotos? Siempre ese rostro alegre, travieso o una mueca chistosa. Lo he pensado tanto. He pensado en cuando me pasé medio año llamándolo Gatopardo –haciéndolo sonrojar–, porque su foto de la erupción de un volcán fue elegida como una de las mejores del año por aquella revista. Yo tenía la suscripció­n y me puse tan contenta por él cuando me lo encontré en esas páginas. Y cuando se ganó –una y otra vez– el Jorge Mantilla. Y el premio nacional. Y cuando volvió de su maestría en España y me mostró los fotorrepor­tajes que había hecho allá. Frente a la computador­a, armando los pies de página y el texto, contándome detalles. Y sus fotos de la gente vulnerable tras la erupción del Tungurahua. Y las que publicó después del terremoto de 2016. Y esa bellísima serie de retratos de las familias de los desapareci­dos. Yo ya no estaba en el diario cuando las publicó, pero admiré esas imágenes de dignidad en la desolación. Paúl tenía una sensibilid­ad y una delicadeza que cualquiera puede intuir al mirar esas fotografía­s.

Hoy me arrepiento por no haberle escrito para decirle cuánto me habían conmovido esas imágenes. Él había puesto luz sobre un problema que la gente en Ecuador prefería ignorar. Nadie hablaba de los desapareci­dos, y sentí que después de ese reportaje de Paúl Rivas, muchas personas se dieron cuenta de que existían. De que había muchas familias incompleta­s, a la espera de un cuerpo –vivo o muerto. Qué duro es saber que hoy las familias de Javier, Efraín y Paúl siguen a la espera de sus cuerpos.

Y pienso en la Redacción. En el equipo de fotografía. En sus familias y en sus niños. En todo el dolor y la incertidum­bre.

Cuando yo era niña, a un amigo de mi papá lo secuestró la guerrilla de Alfaro Vive Carajo. Yo tenía cinco años. La edad que tiene mi hijo hoy.

Yo tengo recuerdos de la tristeza, el temor y el horror de mi padre frente al desenlace: el gobierno de León Febres Cordero dio la orden de entrar a matar. Y los mató a todos. Hasta a la víctima.

Nunca pensé en que me tocaría a mí. Nunca creí que secuestrar­ían y matarían a alguien con quien me reí, a quien abracé, al que fue el amor de una de mis amigas, alguien con quien conversé durante horas, esperando en una cobertura, alguien a quien admiré, alguien tan delicado, preocupado, sensible y liviano. Todo va a estar bien, me dijo varias veces. Todo va a estar bien, le dijo a una amiga la última vez que se vieron. Pero hoy, por primera vez, no puedo creer en las palabras de Paúl.

Siento que después de perderlo, de perder a Javier y a Efraín, nada va a estar bien. Sabrina Duque es cronista, traductora y novelista. En 2015, fue finalista del premio Gabriel García Márquez. Trabajó durante doce años en El Comercio, y sus textos han aparecido, entre otros medios, en Mundo Diners, Gatopardo, Folha de San Paulo, Etiqueta Negra y Gkcity, donde fue publicado originalme­nte este texto.

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