Antes y después
Escribo estas líneas en la víspera de la jornada electoral. Se publicarán cuando ya se conozcan los resultados. En esta coyuntura, las recomendaciones y las advertencias resultan extemporáneas, en tanto que los festejos o las lamentaciones suenan prematuras.
¿Qué podemos decir cuando estamos en el filo de la navaja? ¿Qué reflexiones, qué comentarios, qué opiniones pueden tener la misma eficacia, la misma actualidad, antes y después de las elecciones, y sean cuales fueren sus resultados?
Lo primero que hay que reconocer, con toda sinceridad, es que el proceso electoral ha sido decepcionante. Tal vez, dadas las circunstancias, lo esperábamos. Seguramente ha sido peor de lo que esperábamos.
Lo más preocupante es advertir que, más allá de las circunstancias negativas, que fueron muchas y complejas, la explicación última es la deplorable calidad de la democracia ecuatoriana. Una lamentable comprobación, que aparece por todas partes; que se manifiesta en la debilidad de las instituciones, en la fragilidad de las garantías públicas; que se desnuda impúdicamente en la elemental y penosa demagogia de las ofertas de campaña.
¿Creemos realmente los ecuatorianos en la democracia? ¿Creemos en la razón de ser de la organización republicana del Estado, con división de poderes independientes, con funciones distribuidas entre las distintas instituciones del Estado, con responsabilidades compartidas entre ciudadanos y mandatarios? ¿Creemos en el significado de unas elecciones libres y confiamos en el mandato popular que reciben los elegidos? Hasta me atrevería a preguntar si creemos que es necesaria una constitución. Y aunque la de Montecristi provoca todos los días mil contratiempos, no podemos ser un Estado de verdad si no vivimos bajo las reglas impuestas por una constitución.
Me temo que las experiencias negativas de la historia reciente del país nos llevan a desconfiar, casi instintivamente, de las leyes, de las instituciones, de sus fundamentos jurídicos y, sobre todo, de los protagonistas del escenario político. Y sospecho que este escepticismo, no solo aparece en los sectores sociales que han sufrido los golpes más duros de la crisis, sino que se ha filtrado a las clases dirigentes de la sociedad. Como que estamos a punto de renegar de la democracia y decididos a embarcarnos en cualquier aventura. ¿Decepciones? ¿Incertidumbre? ¿Temor al futuro?
Por eso, la primera tarea que el país tiene por delante es recobrar la fe en los principios en que se fundamenta a democracia. Recuperar los antiguos símbolos bajo los cuales se construyó: libertad, igualdad, solidaridad.
Antes y después de las elecciones, cualquiera que sea el escenario en que debamos vivir los próximos cuatro años, el desafío para los ecuatorianos es el mismo: defender la democracia.