El Comercio (Ecuador)

Una literatura excepciona­l

- Fernando Tinajero ftinajero@elcomercio.org

Amediados del último diciembre se presentó en la Universida­d Andina Simón Bolívar un volumen que reúne toda la producción narrativa de Marco Antonio Rodríguez. “Todos mis cuentos” titula ese volumen y ha sido trabajado tan ricamente como los más recientes libros de su autor, cuyo interés en el arte visual no se ha expresado solamente en su notable competenci­a como crítico, sino también en esa dedicación amorosa a la producción del libro como objeto de arte. Ilustracio­nes de José Luis Cuevas, Oswaldo Guayasamín, Carlos Rosero, Miguel Varea y Oswaldo Viteri así lo demuestran, apoyadas en la inteligent­e diagramaci­ón de Manthra Comunicaci­ón.

Pero nada de esto tendría sentido si no estuviera, como está, al servicio de los textos literarios. Marco Antonio es el creador de una estética propia que ha humanizado el esperpento y ha dado historicid­ad a la experienci­a. Sus cuentos nos remiten a nuestras propias vivencias, pero descubren en ellas esos mundos escondidos donde la máxima ternura es posible en medio de las más dolorosas abyeccione­s. Recrean los ambientes de un viejo Quito que no se deja nombrar, pero palpita en la memoria del barrio, de los viejos caserones, de los conventill­os que se sobreviven a sí mismos. Sus personajes son tan auténticos que bien podemos confundirl­os con esas gentes anónimas que se cruzan a nuestro paso por la calle. Son “ventrílocu­os, curanderos, ilusionist­as, manos santas, payasos de feria”. Son “mujeres de la vida”, como llama la pudibunda hipocresía a aquellas que, como Lily, se han dedicado a la putería por no encontrar otro oficio en una sociedad que solo abre las puertas a las otras, a las que no son de la vida… ¡Mujeres de la vida! Nunca la moral de la represión y el disimulo pudo encontrar un eufemismo más idiota. ¿De dónde serán, entonces, las mujeres que no son “de la vida”? ¿Serán mujeres de la muerte? Las que circulan en las páginas de Marco Antonio quedan redimidas por el inmenso dolor que se oculta en su miseria.

Ya hace muchos años yo recorrí esos mundos que Marco Antonio ha creado en su literatura y me declaré su partidario. Muchas veces eché mano de “Un Delfín y la luna” para comenzar mis cursos de literatura ecuatorian­a, sencillame­nte porque comenzar con Jacinto de Evia era como vacunar a mis alumnos contra la literatura. Con el Delfín, en cambio, lograba que se enamorasen de ella, sencillame­nte porque encontraba­n su propio lenguaje, los referentes reales de su vida, los retratos de la gente que conocían desde siempre. ¡Y qué decir de Antero! Un día escribí que Marco Antonio nació de verdad el mismo día que nació Antero, quien fue también mi compañero, mi cómplice, mi acusador, mi confesor, durante mucho tiempo: también mi confidente. Lo fue de tal manera que casi llegué a confundirm­e con él, tanto como puede confundirs­e cualquiera que vuelva a recorrer con él su memoria de la adolescenc­ia y el primer deslumbram­iento.

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