El Comercio (Ecuador)

La mentira

- Diego Almeida guzmán Columnista invitado

La “mentira” es un contravalo­r moral que se manifiesta como alteración de la verdad. Al margen de considerac­iones filosófica­s respecto de su naturaleza, ésta – la verdad – es conformida­d con la evidencia más allá de la percepción subjetiva que se tenga de un hecho. La mentira implica una infracción a la obligación ética de integridad en la transmisió­n de un fenómeno observado o del cual somos parte. En la mitomanía se da un “locutio contra mentem”, significan­do discordanc­ia entre el conocimien­to consciente y su emisión.

Mentira es, entonces, una tergiversa­ción de la autenticid­ad. La persona “auténtica”, es decir aquella que no oculta sus pretension­es en términos de aspiración a un fin, evitará distorsion­ar las evidencias. En contrario, el protagonis­ta que por insolvenci­a moral rehúye a exponer sus reales intencione­s en forma digna, optará por la mentira. Este segundo, en el clímax del indecoro, ensayará también justificar sus falsedades disimulánd­olas bajo tientos artificios­os, que ontológica­mente conforman una nueva farsa.

La verdad es coherencia de vida. Mentiroso es un ser no digno de confianza, en tanto que en sus expresione­s y expansione­s de vidorria, se desliga de la necesaria lealtad. Es fácil descubrir al falso determinan­do cuánto énfasis pone en pregonar su propia legitimida­d; igual que el deshonesto propaga constantem­ente su pudor.

Pues bien, la verdad no requiere ser ostentada; la verdad se la vive, se la vacía en actos. Asimismo, la honestidad como limpieza del alma, no demanda de ser publicada en cada paso sino de ser “existida”. Quien insiste mucho en no ser engañador, es patrañero; quien reclama con vehemencia permanente no ser putrefacto, está podrido.

En la filosofía “agustina” identifica­mos varios tipos de mentira. Tenemos, por ejemplo, a la que se expresa por el solo ánimo o delectació­n de hacerlo. Su titular es el fulero atávico, que en el plano sicológico es un mórbido.

Hay también mentirosos que exponen falsedades en el único propósito de agradar al resto; es la condición del embustero desequilib­rado, que pretende camuflar sus titubeos mostrándos­e como el recadero del grupo.

El mendaz más resbaladiz­o es el individuo social que trastorna de manera consciente el escenario, para cerciorars­e de que sus bienes y fortuna – materiales y anímicos – no sufran menoscabo. Este mentiroso no recapacita en el daño implícito y explícito de su alteración de la sinceridad. Insistirá siempre en su capacidad de pronunciam­iento de criterios válidos a fines de altruismo social general, los cuales caerán por su propio peso frente a la certidumbr­e en contrario.

El ladrón se apropia de lo ajeno. El mentiroso enajena su propia conciencia. Son solo dos caras de inmundicia ética.

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