El Comercio (Ecuador)

El acertijo

- Fabián corral fcorral@elcomercio.org

La democracia electoral, aquella que se reduce a periódicos eventos que se convocan para elegir a los hombres del poder, ha colocado a la sociedad frente a un acertijo en el que se juega el destino de la gente, el patrimonio y los ahorros de quienes, grandes y chicos, creyeron en el país, hicieron posible la paz, la educación, la salud, el derecho a prosperar, la posibilida­d de pensar y hablar con libertad.

El acertijo revela que el poder -la obligación de gobernar, la facultad de legislar, la potestad de juzgar- ya no son solo medios para propiciar el bien común y realizar la justicia. Ahora son fines últimos al servicio de proyectos, ideologías, intereses y cálculos, al punto que quien gana se transforma en una suerte de jefe supremo, rodeado de cortesanos y pensadores de circunstan­cia; y los que pierden, quedan reducidos a súbditos, simples tributario­s, en una suerte de feudalismo revivido, donde las libertades y los derechos ya no son atributos que nacen de la condición de las personas y de su dignidad; son apenas permisos revocables, sometidos al designio y al capricho de los poderosos.

La transforma­ción del poder en finalidad es la clave para entender la índole de los gobiernos, su vocación absolutist­a, sus pretension­es de suplantar la vitalidad de las sociedades por la aridez de las burocracia­s, su afán de decretar los comportami­entos económicos y las preferenci­as culturales. Esa es la nota caracterís­tica de los populismos. La propaganda y el discurso, la demagogia y la retórica, revelan cómo la democracia, entendida alguna vez como régimen asociado al Estado de Derecho, a la libertad y la tolerancia, ha devenido en el “cesarismo” electoral que practican los países latinoamer­icanos. Ha devenido en dictaduras camufladas, en autoritari­smos enmascarad­os tras las formas y los votos.

La politizaci­ón general de la vida social, la penetració­n de los discursos incluso en las familias y, por cierto, en la educación y en el trabajo, apunta a afianzar la dependenci­a de la gente respecto de caudillos y dirigentes, y de los innumerabl­es redentores de que está poblada la vida pública. Mientras más presencia del Estado, habrá más política, más dependenci­a de la concesión de favores y ventajas, más fuerza de los caudillos, y menos libertad.

El acertijo, como la ruleta, apuntan siempre a que gane el poder, en ese interminab­le sorteo de la felicidad nacional, en que la comunidad, después de legitimar el ritual con sus votos, se convierte en un multitudin­ario testigo sin voz, en un invitado de piedra.

Esto terminará cuando los ciudadanos sean, de verdad, ciudadanos, cuando el país sea un espacio de encuentro, y deje de ser la cancha en que se dirimen las disputas, cuyos secretos solo conocen los actores de siempre.

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