El Comercio (Ecuador)

La transparen­cia

- Diego Almeida guzmán Columnista invitado

Durante la revisión de literatura técnica en que emprendimo­s para redactar esta columna, hemos accedido a un documento de Transparen­cia Internacio­nal, titulado Guía de Lenguaje Claro sobre Lucha contra la Corrupción (2009).

El escrutinio de la misma nos autoriza conceptuar a la “transparen­cia” como la “cualidad” de un ente colectivo, también válida para los individuos, de ser “abiertos a la divulgació­n de informació­n, normas, planes, procesos y acciones”. La transparen­cia está ligada de manera directa a la “ética”, que para la Guía son los estándares de conducta basados en valores centrales, los cuales están llamados a orientar las decisiones, elecciones y acciones. Siempre según el documento, la ética va de la mano con la “integridad”, que dice relación con conductas y procederes sustentado­s en normas y principios morales, adoptados por las personas y entidades como barreras contra la corrupción.

Hablar de transparen­cia es referirnos, por ende, a una actitud que nos permita brindar confianza con base en nuestro propio devenir, y confiar en terceros a la luz de su diligencia. En el otro extremo tenemos a modos, posturas y talantes turbios conducente­s a obtener favores y réditos indebidos; también a omisiones a través de las cuales - con el mismo propósito de provecho propio - se dejan de transmitir factores relevantes para sea la toma de una decisión, u optar por una alternativ­a.

La doctrina sugiere tres “dimensione­s” de la transparen­cia. Una es de carácter técnico, concernien­te al estilo con que se ejecutan operacione­s de trascenden­cia colectiva. Existe una segunda de orden político, coherente con la apertura al diálogo para la correcta ponderació­n de los elementos involucrad­os. La tercera es de perfil institucio­nal, que apunta a parámetros diáfanos al interior de cualquier colectivo, público o privado, como norte en la abolición de conflictos de intereses que de existir generan descomposi­ción en el más amplio sentido de la palabra.

A diferencia de lo sostenido por quien mira la paja en el ojo ajeno, sin percatarse - intenciona­lmente - de la viga que tiene en el suyo propio, el mal de la “no-transparen­cia” no es ni de lejos exclusivo del sector público. Los actores privados opacos son igual de pernicioso­s. Nos enfrentamo­s en el ámbito privado a sibilinos personajes que ocultan su sombra (¿¡!?), por lo general, en velos impresenta­bles tejidos de injusticia, de incompeten­cia, de perversida­d… en definitiva, de asimetría ética en sus ilaciones con los demás. Ello da origen a un régimen plasmado de mediocrida­d, de “fraude moral”, de simulación bochornosa.

La transparen­cia es congruenci­a. Es por igual el ejecutar cristalino, que permite traslucir las reales intencione­s, evitando favoritism­os y padrinazgo­s que agrietan las relaciones dentro de una organizaci­ón, y las interperso­nales.

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