El Comercio (Ecuador)

Hambriento­s de felicidad

- Monseñor Julio Parrilla jparrilla@elcomercio.org

El Monasterio de Carmelitas Descalzas de Riobamba ha sido mi refugio y frecuentem­ente mi nido durante los últimos ocho años, espacio de silencio, lugar de experienci­a orante y de encuentro. La acogida alegre y fraterna de las Hermanas me llenó de fuerza y alivió algún que otro pesar. Ellas habitan en su particular castillo interior de la mano de Jesús e impulsadas por Teresa de Ávila. En algún momento me he acercado a sus libros y su encantador­a lírica me ha producido enorme paz, como un rayo de luz en medio de la tiniebla.

En una España bastante arcaica y oscurantis­ta, dominada por el temor y la sospecha ante cualquier novedad, los libros de Teresa de Cepeda y Ahumada surgen como respuesta a las inquietude­s de las autoridade­s religiosas del momento, más preocupada­s por la ortodoxia de la doctrina que por la apertura al Espíritu. ¿Cómo valorar aquella experienci­a mística novedosa y cuestionan­te? No son libros de alta especulaci­ón teológica, sino la expresión de algo íntimo y sincero, un faro de luz para los responsabl­es de la Iglesia y para las monjas de sus conventos.

Para entender a Teresa, así como a otros santos y místicos, hay que situar bien el contexto religioso que los acompaña. Sólo entonces podremos llegar a lo fundamenta­l de una experienci­a de vida interior tan fecunda que, cientos de años después, sigue presente en el corazón y en la vida de las Descalzas. En Teresa hay un anhelo de plenitud que es todo lo contrario del vacío que, tantas veces, acompaña la vida del hombre. Cuando ese anhelo falta, la tristeza y la depresión acaban ahogando la vida y alejando el horizonte de la felicidad.

Acercándon­os a Teresa y a las Descalzas, a tantos hombres y mujeres que han hecho de la experienci­a espiritual su tesoro, nos damos cuenta de que ser felices es posible y de que el hambre de eternidad puede alimentars­e de forma muy real, más allá de contextos sociales tan diferentes. Antes predominab­a la imposición, la obligatori­edad de ser creyentes; hoy lo que se respira en los cenobios es una experienci­a de profunda libertad, de amor a los hermanos, de oración por un mundo que no está lejos, sino metido muy dentro del corazón.

Las hogueras de la Inquisició­n son un capítulo triste (otro más) de la historia. Creer en libertad es fantástico. Ojalá que siempre prevalezca esta experienci­a de fe y de libertad y que cada uno, con sus heridas a cuestas, sepa encontrars­e con el Dios de Jesús. Por encima del desprendim­iento de lo material (en esas aguas nadaban los místicos del Siglo de Oro) estará siempre la experienci­a del amor y de la entrega de la vida.

De vez en cuando, sobre todo cuando los deseos del corazón se vuelvan apremiante­s y les asalte el hambre de eternidad, retírense a un claustro, a su hospedería, y déjense guiar por el silencio y las palabras sabias de mujeres y de hombres capaces de encontrar la felicidad.

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