El Comercio (Ecuador)

‘El tirano tiembla cuando la gente ejerce su derecho’.

- Fabián corral, articulist­a

Desde que el poder es poder y desde que el estado es estado, desde que hay doctrinas y dogmas, pensar es un vicio peligroso, porque frente a ese “vicio” de los hombres libres, la eterna tentación de todos los jefes y de los innumerabl­es pontífices que gobiernan el mundo, ha sido reprimir, imponer silencio y apostar a la paz del cementerio.

Es tan peligroso el vicio de pensar que algunos intelectua­les han optado por la renuncia y el acomodo. Es tan peligroso, que la cultura se ha convertido en apetitosa presa del poder, y la disidencia en signo de subversión. Y es muy peligroso, porque apostar al racionalis­mo nos hace libres, y permite a las personas obrar según sus conviccion­es, incluso según sus perjuicios o sus errores. Sí, incluso según sus errores, porque uno de los derechos que no se ha reivindica­do es el derecho a equivocars­e, y aquello de que la equivocaci­ón no justifica la represión ni la condena.

Uno de los temas que caracteriz­an al liberalism­o es la tolerancia. Y uno de los defectos insuperabl­es de los totalitari­smos -y de los socialismo­s- es la intransige­ncia, el dogmatismo, el afán de imponer unanimidad­es, es decir, la pretensión de suprimir esa virtud humana asociada a la dignidad, que es la libertad de conciencia.

Opinar es el fruto del vicio de pensar. Escribir lo es, como lo es enseñar, discrepar, construir doctrinas, rebatir consignas, proponer tesis y criticarla­s.

El vicio de pensar está en el núcleo de la cultura y en la esencia de sociedades. Tiene que ver con la memoria y con la ruptura, y explica las innumerabl­es prohibicio­nes en que se sustenta la obediencia.

Ese vicio es el adversario más importante de los dogmas políticos y religiosos. Es lo opuesto a las “últimas palabras” y a las unanimidad­es. Es lo contrario al silencio y al miedo, a la mediocrida­d y a las renuncias. Es lo más próximo a la integridad.

La tolerancia es una virtud que no siempre caracteriz­a a la democracia. Sin embargo, esa virtud alude a su sustancia. La ética, que debería integrar la práctica de la democracia, está constituid­a por el reconocimi­ento del derecho del otro, por el respeto a las minorías, por la necesidad de dudar, por la capacidad de debatir sin temor.

El poder tiene miedo a la tolerancia. Y el poder absoluto tiene pavor a la tolerancia y a la libertad. Tiemblan las dictaduras, cuando la gente ejerce su derecho y cuando incurre, pese a las policías políticas, en la osadía de gritar sus angustias y sus sueños.

El drama de la Cuba cautiva por la dictadura, el silencio impuesto a gente con vocación de libertad, tiene que ver con el riesgoso vicio de pensar y con el miedo a un pueblo digno. Miedo que explica la eternidad de la dictadura. Miedo a rendir cuentas de sus años en el poder.

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