El Comercio (Ecuador)

La política del metro cuadrado

- Juan Pablo aguilar andrade Columnista invitado

El propio metro cuadrado, ese es el único espacio que reviste importanci­a para buena parte de la clase política ecuatorian­a. Este es, sin duda, uno de los principale­s “males de la patria”, para usar la expresión de Lucas Mallada.

Desde el metro cuadrado, la unidad de medida es la ventaja personal; las decisiones no se toman a partir de proyectos de manejo de los problemas comunes, sino del cálculo electoral: de qué manera hacer, decir o dejar de hacer, sumará o restará votos a una candidatur­a. Diseñar propuestas viables a partir de posibilida­des reales no tiene objeto, porque la retórica encendida rinde más y cuesta menos.

La historia reciente es pródiga en ejemplos, pero no es necesario acudir a ella; basta con fijarnos en los últimos días, en los que se han reproducid­o episodios ya vividos, sobre todo en momentos de crisis.

Una reforma aprobada el año pasado confirió, inconstitu­cionalment­e, poderes legislativ­os a un órgano administra­tivo: el Consejo de Administra­ción Legislativ­a. Como resultado, siete asambleíst­as se convierten en ventanilla todopodero­sa que decide lo que el pleno de la representa­ción nacional puede debatir. Se esté de acuerdo o no con la última propuesta legislativ­a del Presidente de la República, se trata de una propuesta que sin duda merece discutirse; claro, el no a secas es más fácil y evita estudiar textos y pronunciar­se sobre ellos, algo que se toma muy en cuenta en un espacio en el que la capacidad de análisis no está, precisamen­te, generaliza­da.

Esta semana arrancó con la reunión que, tras la consabida marcha, reticencia­s y amagos de no participar, mantuviero­n el presidente y los dirigentes de la Confederac­ión de Nacionalid­ades Indígenas. Lo único claro es que las cosas no pasaban por dar inicio a una verdadera negociació­n de propuestas políticas; se trataba, simplement­e, de buscar el camino a la rueda de prensa final y cumplir con un ritual necesario para el discurso de “hemos querido dialogar, pero no nos hacen caso”.

Insistir en las propias verdades, negarse a ver cualquier alternativ­a no son, precisamen­te, los ingredient­es de un diálogo sino, más bien, la forma de perpetuar un elemento invariable de nuestra historia política: el bloqueo.

Porque, además, desde el cómodo espacio de quien no tiene sobre sus hombros las responsabi­lidades del Gobierno, decir no es una forma útil de preservar el metro cuadrado. Todo pasa por la exigencia inflexible y el rechazo irracional: derogue, retire, no vamos a tratar su proyecto.

¿Dónde están las propuestas alternativ­as? ¿Qué análisis se hacen a partir de cifras y realidades para plantear otros escenarios posibles?

En realidad, el único proyecto que importa es la de la comodidad personal; no hay más cálculo que el de los votos ni más éxito que el fracaso ajeno. Una lógica constante con dos grandes ausentes: el país y la gente.

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