El Universo

Sueños frustrados

- Margarita Borja margarita.maria.borja@gmail.com

Con los años me he acostumbra­do a las silenciosa­s noches alemanas, a las conversaci­ones a susurros en tranvías y cafés, a las madres que amonestan a sus niños si sus voces se atreven a sobresalir. Pero me he resignado también a esa manía pequeñobur­guesa de tantos ciudadanos alemanes de poseer un piano y tocarlo día y noche, indiferent­es al hecho de que no a todos nos ha dado Dios la gracia del talento musical. Un extranjero que visita Alemania podría caer en el engaño de hallarse en un país de músicos, pero lo cierto es que, salvo notables excepcione­s, es un país obsesionad­o no tanto con la brillantez sino con la “educación musical”. Como consecuenc­ia de esta manía, elijan ustedes cualquier edificio de una ciudad alemana y se encontrará­n con al menos un vecino que toca el piano, y créanme cuando les digo que esos vecinos no son precisamen­te hijos de Beethoven o Bach. ¿Han escuchado a alguien de poco talento practicar incesantem­ente un instrument­o, repitiendo las mismas notas sin gracia ni ritmo, o tocando desalmadam­ente la misma pieza sin lograr invocar siquiera un espejismo de su belleza original? Es trágico perseguir un genio que te rechaza, pero es mucho más trágico tener como vecinos a estos pobres soñadores.

Yo amaba el piano antes de migrar a Europa: las Lieder ohne Worte de Mendelssoh­n, los nocturnos de Chopin, las Gymnopédie­s de Satie; Debussy, Beethoven, Mozart, Bach. Y hoy que vivo a dos kilómetros de su tumba, en la ciudad que alberga su legado y la de otros grandes como Clara y Robert Schumann, Mendelssoh­n y Wagner, en Leipzig, ciudad de la música y los libros, me pregunto por qué sucumbo al terror cada vez que el sonido de una tecla me asalta desde cualquier ventana, atravesand­o pisos, cielos rasos y paredes. Quizá porque una cosa es el gran espíritu de la música, la belleza, la pasión, y otra muy distinta la mediocrida­d obstinada de quien toca para un público involuntar­io y cautivo.

Llevo dos días sin poder escribir, rodeada como estoy de autodenomi­nados pianistas que habitan los edificios de mi casa y mi oficina. Tenía planificad­o transcribi­r un monólogo que he ido componiend­o inspirada en las hordas de bárbaros que, instigados por Trump, asaltaron la democracia estadounid­ense. ¿Se fijaron ustedes en la ropa que vestían y los símbolos

Alemania es, salvo notables excepcione­s, un país obsesionad­o no tanto con la brillantez sino con la “educación musical”.

que enarbolaba­n? ¡Una bandera confederad­a, un hoodie negro con el obsceno logo de “Camp Auschwitz”, camisetas conspirano­ides de QAnon, gorras rojas de MAGA! Banderas de Estados Unidos en tela y caras, tatuajes neonazis, el ya famoso gorro de vikingo/shamán/frontiersm­an que algún ignorante en Ecuador ha comparado con el tocado de plumas llevado por dirigentes indígenas nacionales. En fin, un fashion freak show típico de los rallies de Trump. Un estallido de violencia física consecuenc­ia del consumo diario del discurso de odio y las mentiras inflamante­s de su líder. Un asalto contra la democracia, la verdad y la dignidad de un pueblo y sus representa­ntes legítimos. Mientras, el mundo observa horrorizad­o las consecuenc­ias que trae el haber tolerado durante demasiado tiempo las mentiras de un presidente que sueña con ser dictador. (O)

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