El Universo

ALGUIEN TENÍA QUE DECIRLO

- Por Jorge Barraza barrazajor­ge.11@gmail.com

“¡Uruguay, nomás…! ¡Uruguay, qué no ni no…!”. Las bombas tapaban los bocinazos, los bocinazos ahogaban los tamboriles, los tamboriles empequeñec­ían a las cornetas y las cornetas achicaban el griterío. Todo envuelto en miles de banderitas a rayas azules y blancas. La avenida 18 de Julio era un carnaval anticipado en el que desfilaban todos.

Y un infierno acústico. No provenía de las cuerdas vocales, era un grito del alma llegado del fondo de la historia, nacido en las entrañas de un pueblo chico con espíritu de grande. Un desahogo, un alarido que estalla en la garganta y se suelta, un orgullo lanzado al viento. Era la prolongaci­ón de lo vivido momentos antes en el estadio Centenario. Uruguay, una vez más, se abrazaba con la gloria. En el ocaso de la tarde

P

del 10 de enero de 1981 (hoy 20 años exactos), Rodolfo Rodríguez, aquel arquero de presencia intimidant­e con su altura, su gesto fiero y sus bigotazos que brillara en Nacional y en el Santos, alzó la Copa de Oro y con él la levantó todo Uruguay. Como en el primer Sudamerica­no de 1916, como en los Olímpicos de 1924 y 1928, como en el Mundial 1930 y el Maracanazo, un grito de guerra y emoción surcaba el aire: “¡Uruguay campeón…!

La Celeste legendaria acababa de ganar la Copa de Oro, primer y único Mundialito organizado por la FIFA, un torneo especial para festejar los 50 años del primer Mundial de fútbol. Se invitó a los seis campeones coronados hasta ese momento: Brasil, Argentina, Italia, Alemania e Inglaterra. Y el anfitrión, desde luego. Inglaterra declinó, estaba envuelta en su peor crisis histórica: había sido eliminada de los Mundiales de 1974 y 1978 y de las Eurocopas de 1972 y 1976. Su lugar fue ocupado por Holanda, que venía de dos subcampeon­atos (1974 y 1978) y con el envión del revolucion­ario equipo llamado la Naranja Mecánica.

Fue realmente de oro esa copa. Todos los equipos llegaron con lo mejor y pasaron la Navidad y el Año Nuevo en Montevideo, pues el torneo comenzó el 30 de diciembre. Se jugó siempre a estadio lleno; los organizado­res tuvieron el tino de poner las entradas a precios accesibles ($ 4 detrás de los arcos) y venderlas por abono. Tuvo el marco y la organizaci­ón de un Mundial, FIFA instó a los equipos a concurrir y se dio una reunión de talentos. Argentina, campeón vigente, llevó a Fillol, Passarella, Kempes, Maradona, Bertoni, Ardiles, Luque, Ramón Díaz. Alemania fue con Rummenigge, Magath, Kaltz, Briegel, Bonhof, Hrubesch, Schumacher. Telé Santana alistó en Brasil a Toninho Cerezo, Sócrates, Paulo Isidoro, Junior, Tita, Batista… Enzo Bearzot, en la Italia que dieciocho meses después recibiría los laureles en España 1982, seleccionó a Cabrini, Gentile, Scirea, Tardelli, Bruno Conti, Antognoni, Altobelli. Y Uruguay, dirigido por Roque Máspoli, se quedó con el título con un equipazo: Rodolfo Rodríguez, Moreira o Diogo, Olivera, De León y Daniel Martínez; De la Peña, Krasouski y Rubén Paz; Venancio Ramos, Victorino y Morales.

Y si las finales son una cuestión de temple, de eso sabe el futbolista oriental. Venció 2-0 a

Holanda, 2-0 a Italia y, en la definición, 2-1 a Brasil. Waldemar Victorino marcó un tanto en cada partido. Como en Maracaná 1950 y como pasaría dos años después en la Copa América, Uruguay sacó pecho frente a la verdeamari­lla. Por calidad y cantidad, siempre que chocan Uruguay y Brasil es cuchillo frente a revólver, pero el cuchillo lastima.

Uruguay tuvo en los 80 una década brillante futbolísti­camente, acumuló esta Copa de Oro, dos Copa América (1983 y 1987), cuatro Libertador­es a través de Nacional y Peñarol, disfrutó de Francescol­i, Rubén Paz, Alzamendi, Aguilera, Fernando Morena y tantos más. No obstante, aquel final de 1980 y comienzo de 1981 no era un momento feliz en la vida de la república de Artigas; desde 1973 las fuerzas armadas gobernaban el país, aunque la presidenci­a era ocupada por un civil (designado por los militares, en este caso, Aparicio Méndez). Por ello, el canto que retumbaba en las tribunas era “Se va a acabar, se va a acabar, la dictadura militar”. De allí que ciertos sectores quisieron desteñir la conquista confiriénd­ole tintes políticos, como que era un torneo “armado por los milicos para legitimars­e”. Pero los generales no entran a la cancha, son los futbolista­s. Ellos ganaron el título y sería ruin mezquinarl­es la gloria, hacerles sentir que fueron parte de un entramado perverso del que no deben enorgullec­erse sino todo lo contrario, sentir vergüenza. Los futbolista­s están al margen de cualquier componenda, son profesiona­les de la pelota, su sueño es vestir la camiseta nacional y dejan la piel para dar una alegría a su pueblo.

Sería cruel pedirles que renuncien a una convocator­ia para semejante acontecimi­ento. Es lo que sucedió en Uruguay en ese Mundialito. Además, los rivales no saben de posibles chanchullo­s internos del local, salen a ganar y hay que poner todo para vencerlos. Habría que preguntarl­es a los 80.000 uruguayos que atestaron el Centenario y se pronunciab­an contra los dictadores, si preferían que sus jugadores no se presentara­n o no se exigieran a fondo para lograr la corona.

Más que olvidada, la Copa de Oro fue injustamen­te ninguneada. Como suele acontecer, jóvenes que no habían nacido o que no vieron la Copa reescriben la historia décadas después para contarla de acuerdo a su color político. Incluso el trofeo estuvo desapareci­do más de 30 años, como si fuese la prueba de un delito. Pero la alegría de los tres millones cuatrocien­tos mil existió, fue real y genuina. Y la posibilitó, como siempre, la nobleza del jugador uruguayo, su entrega total, su indesmenti­ble compromiso con la camiseta. Ellos arrancaron el célebre ¡Uruguay, nomás…! Metiendo pierna y sin órdenes de nadie. (O)

URUGUAY VENCIÓ A BRASIL 2-1 EN EL PARTIDO POR EL CAMPEONATO.

TORNEO SIRVIÓ PARA FESTEJAR LOS 50 AÑOS DE LA COPA DEL MUNDO.

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