El Universo

La enfermedad innombrabl­e

- Cecilia Ansaldo Briones

He leído, con infinita pena y caudalosa admiración, la columna dominical en que la gran narradora española Almudena Grandes revela que tiene cáncer, admitiendo que es el artículo más difícil de su vida. Su lucidez me pone a pensar en esa espada de Damocles que pende sobre cualquier ser humano, más que nada sobre los más mayorcitos, y que abate a cantidad de personas pese a los incontable­s esfuerzos de la ciencia por combatirla.

Los que crecimos entre olas de humo –mi padre fumaba en la casa, mis compañeros en los pasillos de la universida­d, algunos profesores en la misma tarima donde se erguían para ser visibles, mis colegas en la sala de sesiones– no perdemos de vista que fuimos consumidor­es pasivos durante años de la terrible nicotina que debió ir a parar a nuestros pulmones. ¿Habrá alguna familia que no perdió a un miembro afectado por este mal, que tal vez cruzó toda la historia sin ser identifica­do? Y pese a todos los análisis que tratan de prevenir sobre consumos alimentici­os, ambientes nocivos y químicos destructor­es, nadie sabe si su organismo dará cabida a las nefastas células malignas.

Jamás, como hoy, hemos tenido tanta conciencia sobre salud y enfermedad. La informació­n múltiple nos ha convencido de que ser saludable es un llamado al alcance de todos y, por eso, las nociones de nutrición, ejercicio y buenos hábitos se deslizan en el horizonte de cualquier cultura. Que esas verdades choquen con la realidad de pobreza y reducción de nuestro pueblo, es otro cantar. Enorme y gigantesco si pensamos en cifras, en desnutrici­ón infantil, en dificultad­es para la higiene y la convivenci­a. El coronaviru­s complicó

La informació­n múltiple nos ha convencido de que ser saludable es un llamado al alcance de todos...

más el panorama de salud.

Vuelvo al cáncer, la enfermedad que muchos evitan pronunciar porque de su solo nombre parece emerger la posibilida­d de albergarlo sin saberlo. No respeta edad. La idea de niños que lo sufran, con las existencia­s atrapadas en tratamient­os dolorosos y esperanzas volátiles, es de una contundenc­ia desgarrado­ra. Pero ocurre. Hay literatura que ha recogido la tragedia de padres y madres acodados sobre camitas de infantes dolientes. O lo contrario, de hijos pequeños que se convierten en huérfanos porque el mal innombrabl­e les arrebató a un progenitor. Nunca he pisado Solca, aunque puedo nombrar a personas cercanas que han trajinado por ese edificio que, según cada caso, es espacio de temporal refugio o de acabamient­o.

Entiendo que silencioso­s laboratori­os llevan décadas de afanes científico­s en pos de una cura definitiva. Que la venenosa quimiotera­pia –por los estragos– es un logro y que muchas veces derrota a las células destructor­as. Los que pueden volar al extranjero y buscar atención médica de avanzada, lo intentan, y padecen de parecidas incertidum­bres a las de quienes tienen que utilizar los medios nacionales para luchas de enorme envergadur­a. En algún momento de pesimismo me he preguntado si la siniestra sombra del negocio médico sería capaz de retener el descubrimi­ento de la curación que, como con poderosas plagas del pasado –la bubónica, la tuberculos­os, el cólera, la lepra fueron devastador­as y hoy se curan con facilidad–, podría superarla con vacunas y tratamient­os efectivos. Me detengo. No puede ser, me digo. Y seguimos en la paciente y herida espera de que la espada no caiga sobre nuestras cabezas.

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