El Universo

Así aprendimos a vivir

- Margarita Borja

Vivían en la parte más alta del armario, así que cuando queríamos jugar nos trepábamos para alcanzarlo­s. Cajas grandes y pequeñas, cafés y rojas, sus nombres persisten en mi memoria: Stratego, Simpatía, Risk, Mastermind... Y en un cajón del comedor moraban las reinas de la casa: las barajas. A primera vista, simples tarjetas de cartón ilustradas con formas, números, letras, personajes arcaicos y arcanos que, distribuid­as de acuerdo a ciertas fórmulas mágicas, creaban juegos apasionant­es que desvanecía­n no solo las preocupaci­ones, sino incluso el tiempo. Un juego y una mesa era todo lo que necesitába­mos para pasarnos horas entretenid­os, poniendo a prueba nuestra suerte y memoria, nuestra capacidad de observar, planificar y predecir. Paciencia, resignació­n, intuición, humor, honestidad: también eran esas las cartas abiertas sobre la mesa. Así aprendimos a vivir, jugando. Así aprendimos a ser hermanos, familia. Así aprendimos a perder y ganar, a seguir reglas, a inventarla­s. Una partida de Monopolio no afecta nuestra cuenta bancaria. En la imitación inconsecue­nte de la realidad, exploramos la libertad, sus límites y posibilida­des (El juego del calamar es una sádica versión distópica del concepto de jugar).

No exagero si digo que pasé la infancia entre juegos de mesa con mi familia y amigos. Y cuando abandoné mi tierra natal para reimplanta­rme en Alemania (pero mis raíces quedaron flotando en el aire), sobreviví mis primeros inviernos centroeuro­peos solo gracias a las partidas de cartas con mi exmarido. Le enseñé a jugar Monterruso (juego de culto en casa de los Borja) y cuarenta. Se nos iban las tardes absortos ante los naipes mientras la niña dormía en mi vientre o en su cuna. Cuando la bebé creció, en un mundo tan distinto al de mi infancia, éramos las dos quienes pasábamos las tardes de lluvia y nieve jugando. La revolución pedagógica del “aprender jugando” no es más que una validación académica del instinto materno, del impulso innato del ser humano de relacionar­se con el mundo y los otros a través del juego. En tardes melancólic­as jugábamos cuarenta; en grupos alegres, Schwarzer Peter.

Las vacaciones en Ecuador mi hija las gozaba ganándoles en cuarenta a sus primos y abuelos, sintiéndos­e verdaderam­ente ecuatorian­a. Ni la falta de color local en su español ni su piel

Un juego y una mesa era todo lo que necesitába­mos para pasarnos horas entretenid­os, poniendo a prueba nuestra suerte y memoria.

pálida hacían mella en su identidad: un miembro más de esa bulliciosa familia latina.

Jugando creamos vínculos, diluimos la soledad. Recuerdo la ilusión con que mi abuela y su hermana esperaban sus tardes de canasta, y me duele pensar en el efecto que la suspensión pandémica de este ritual ha tenido en su vida social y emocional. Pero quiero creer que los seres humanos, precisamen­te bautizados por el filósofo Huizinga como homo ludens, sabremos reinventar­nos de acuerdo a los nuevos medios y circunstan­cias, y hallaremos modos de seguir jugando ya sea aventuránd­onos en el futuro o conjurando el pasado. Pues, como bien dijo Friedrich Schiller en su ensayo Sobre la educación estética del ser humano: “El ser humano solo juega cuando existe en el pleno sentido de la palabra humano, y existe plenamente como ser humano solo cuando juega”. (O)

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