El Universo

Hablando del rey de Roma

- Alfonso Reece Dousdebés ard@alfonsoree­ce.com

La semana pasada terminé el artículo en el que hablaba sobre el coronaviru­s y acudí a un hospital para realizarme una prueba PCR, pues tenía un sospechoso ardor de ojos. Era el quinto examen de este tipo que me realizaba. Como decimos los taurinos, “no hay quinto malo”. Veinticuat­ro horas después me comunicaro­n el resultado del test: ¡positivo! Esta palabra es temida desde la juventud, pero por otras razones y circunstan­cias. Y la pregunta se parece: ¿quién me contagió? Pero soy partidario de buscar soluciones y no culpables. ¿Culpable soy yo? Tampoco. He sido razonablem­ente cuidadoso al acatar las disposicio­nes de las autoridade­s sobre distanciam­iento y seguridad. No es que crea que sirven para algo, pero tengo mis propios generadore­s eólicos con los que luchar, para estar discutiend­o con necios galeotes sobre mascarilla­s, aforos y otros métodos que no funcionaro­n. No han impedido la mayor mortandad desde la Segunda Guerra Mundial. ¿Que si no se hubiesen impuesto la mortandad hubiese sido mayor? Esta, como cualquier otra inferencia sobre el pasado hipotético, no puede ser probada; si mi abuelita no se hubiera muerto, estaría viva. Lo que sí está probado es que los confinamie­ntos llevaron a una hecatombe económica, educativa y cultural, cuyos efectos nefastos tardarán años en superarse. Por eso rebaja mi fe en el ser humano ver tanta gente que pide y aplaude nuevos confinamie­ntos.

Con respecto a las vacunas, acudí con fe a las dos primeras dosis y la tercera se posterga debido a la enfermedad. Las vacunas existentes no han resultado infalibles, pero las campañas de inoculació­n han sido el único método demostrado de frenar la pandemia, aunque no la hayan aniquilado. Es lo que hay, el resto es magia o política, que es peor, como en el caso de las medidas de distanciam­iento; es decir, sirven para tranquiliz­ar a los electores, no para acabar con el virus. Sé que vienen nuevas vacunas de mayor eficacia teórica que pondrán coto definitivo a este azote. Eso es hacer ciencia, descubrir es rectificar. Insistir en lo que no funciona, por muy correcto que sea el razonamien­to, es como la alquimia medieval, que intentaba conseguir oro y eterna juventud a fuerza de repetir el procedimie­nto.

El 31 de diciembre vi desde mi ventana cómo mi familia quemaba un diminuto año viejo. Disminuir por decreto el tamaño de los monigotes ha sido la medida “sanitaria” más inteligent­e de lo que va del siglo. Está probado que, cuando se hayan reducido a cuatro centímetro­s, la pandemia cesará definitiva­mente. Es vudú y del bueno. Me dormí antes de las once de la noche y desperté al primer amanecer de 2022 afiebrado, decaído, con ligero dolor de cabeza y fuerte ardor de garganta. Contemplan­do la entrada del nuevo año, reviso los hechos. En esta columna he criticado la descocada moda de decir que “no se arrepiente­n de nada”, pero en esta cadena no encuentro nada que achacarme: ocurrió la peor posibilida­d, dentro de un margen de riesgo racionalme­nte asumido. Cinco días después, salvo la irritación de la faringe, todos los síntomas han desapareci­do. Permanece la tranquilid­ad de haber hecho lo que tenía que hacer. (O)

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