Hablando del rey de Roma
La semana pasada terminé el artículo en el que hablaba sobre el coronavirus y acudí a un hospital para realizarme una prueba PCR, pues tenía un sospechoso ardor de ojos. Era el quinto examen de este tipo que me realizaba. Como decimos los taurinos, “no hay quinto malo”. Veinticuatro horas después me comunicaron el resultado del test: ¡positivo! Esta palabra es temida desde la juventud, pero por otras razones y circunstancias. Y la pregunta se parece: ¿quién me contagió? Pero soy partidario de buscar soluciones y no culpables. ¿Culpable soy yo? Tampoco. He sido razonablemente cuidadoso al acatar las disposiciones de las autoridades sobre distanciamiento y seguridad. No es que crea que sirven para algo, pero tengo mis propios generadores eólicos con los que luchar, para estar discutiendo con necios galeotes sobre mascarillas, aforos y otros métodos que no funcionaron. No han impedido la mayor mortandad desde la Segunda Guerra Mundial. ¿Que si no se hubiesen impuesto la mortandad hubiese sido mayor? Esta, como cualquier otra inferencia sobre el pasado hipotético, no puede ser probada; si mi abuelita no se hubiera muerto, estaría viva. Lo que sí está probado es que los confinamientos llevaron a una hecatombe económica, educativa y cultural, cuyos efectos nefastos tardarán años en superarse. Por eso rebaja mi fe en el ser humano ver tanta gente que pide y aplaude nuevos confinamientos.
Con respecto a las vacunas, acudí con fe a las dos primeras dosis y la tercera se posterga debido a la enfermedad. Las vacunas existentes no han resultado infalibles, pero las campañas de inoculación han sido el único método demostrado de frenar la pandemia, aunque no la hayan aniquilado. Es lo que hay, el resto es magia o política, que es peor, como en el caso de las medidas de distanciamiento; es decir, sirven para tranquilizar a los electores, no para acabar con el virus. Sé que vienen nuevas vacunas de mayor eficacia teórica que pondrán coto definitivo a este azote. Eso es hacer ciencia, descubrir es rectificar. Insistir en lo que no funciona, por muy correcto que sea el razonamiento, es como la alquimia medieval, que intentaba conseguir oro y eterna juventud a fuerza de repetir el procedimiento.
El 31 de diciembre vi desde mi ventana cómo mi familia quemaba un diminuto año viejo. Disminuir por decreto el tamaño de los monigotes ha sido la medida “sanitaria” más inteligente de lo que va del siglo. Está probado que, cuando se hayan reducido a cuatro centímetros, la pandemia cesará definitivamente. Es vudú y del bueno. Me dormí antes de las once de la noche y desperté al primer amanecer de 2022 afiebrado, decaído, con ligero dolor de cabeza y fuerte ardor de garganta. Contemplando la entrada del nuevo año, reviso los hechos. En esta columna he criticado la descocada moda de decir que “no se arrepienten de nada”, pero en esta cadena no encuentro nada que achacarme: ocurrió la peor posibilidad, dentro de un margen de riesgo racionalmente asumido. Cinco días después, salvo la irritación de la faringe, todos los síntomas han desaparecido. Permanece la tranquilidad de haber hecho lo que tenía que hacer. (O)