Lo que me sostiene y anima
Mucho se habla sobre Cuba, tanto en bien como en mal. Se confunde al país con su gobierno y se suelen emitir juicios apresurados, la mayoría de ellos con poco fundamento.
Poco se dice de la censura que allí se practica, de manera implacable y según las conveniencias,
los contextos políticos y económicos en los que se vio envuelto el régimen que aún gobierna la Isla y los devaneos de su líder o de su familia (de sangre o no) que lo acompañaron y heredaron.
La censura es muy antigua; la más conocida es la que se preocupa y ocupa de la ideología de determinados autores. En algunos países se llegó a quemar libros y borrar los nombres de sus autores de las historias literarias.
Durante mis años en Cuba los motivos siempre fueron, por encima de todo, ideológicos. Además, la censura como política de Estado, se convirtió en un arma (otra más) de una férrea persecución política y judicial.
Así fueron pasando mis varios años de ostracismo oficial. Un ostracismo sazonado con
el acoso policial, el desempleo como castigo y la intromisión en mi vida privada y familiar.
Fue en un «tiempo que no podemos entender», escribe Jorge Luis Borges en un poema memorable. Como ha sucedido con cada nueva generación en nuestro amedrentado país, también a nosotros nos tocó una época extraña, un tiempo que no podemos entender.
Pero la poesía va más allá de las intenciones del poeta. Hace más de medio siglo, en una húmeda y angosta casa de un típico barrio habanero, con su letra menuda y sus tristezas, sentado en su gran mecedora, con su tablilla colocada sobre los brazos del mueble, José Lezama Lima escribía una de sus últimas cartas a la filósofa española María Zambrano. No sabía que la muerte estaba cerca. Allí dejó una frase inspiradora y que me sostiene:
«Usted estaba y penetraba en la Cuba secreta, que existirá mientras vivamos y luego reaparecerá con formas impalpables tal vez, pero duras y resistentes como la arena mojada».
En el tokonoma de mi desarraigo todo eso me sostiene y anima.