"Creci sin miedos"
PARA LA DRAMATURGA ESPAÑOLA, LA OFERTA CULTURAL EN GUAYAQUIL HA CRECIDO, PERO AÚN HACE FALTA QUE SEA DIVERSA Y QUE GENERE ESPECTADORES CRÍTICOS.
LUCÍA MIRANDA es nuestra invitada de hoy. Es absolutamente alegre y sabe perfectamente que su juventud y el hecho de ser mujer casi siempre provocan que ausculten con mayor detalle su trabajo. No es la primera vez que nos visita y en esta ocasión apuesta por una obra que filtra uno de los aspectos más íntimos del ser humano: la familia.
Bueno, en realidad la apuesta es del Teatro Sánchez Aguilar, ellos pensaron en mí para dirigir este texto y yo acepté encantada. Conocían mi trabajo sobre el alzhéimer y la familia con una obra que escribí y dirigí en España y con la que llevo cinco años girando. Es una pieza muy distinta en formato, texto… ¡todo! Pero los temas son muy similares: el cuidado a los mayores, el cuidado entre los miembros de la familia, el reparto de las responsabilidades, la memoria, y el preguntarnos sobre nuestras prioridades. Me encanta la película de Campanella ‘El hijo de la novia’, así que me pareció todo un reto teatralizarla y trabajar con un elenco intergeneracional como es este.
Intergeneracionales también han sido las comunidades en las que ha trabajado y supongo que desde allí, de esa experiencia, ha podido imprimir sus emociones en sus textos.
Empecé trabajando en proyectos comunitarios a los dieciocho años. Y más directamente desde que me fui a Nueva York a estudiar mi máster en Educación y Teatro, donde me especialicé en eso, trabajo con comunidades. Allí tuve la oportunidad de trabajar con grupos muy diversos y después me fui a trabajar a París, a la Unesco. La Unesco fue muy decepcionante, y por eso marca un antes y un después en mi carrera. Yo venía de colaborar en Nueva York con un proyecto en cárceles sobre la rehabilitación de los presos a través de las artes y de dirigir mi primer espectáculo sobre los feminicidios de Ciudad Juárez. Llegué a una oficina burocratizada en la que muchos de los profesionales que dirigían proyectos con la comunidad
nunca habían estado a pie de calle, no conocían el campo de primera mano, sino desde las leyes y las ideas. Y abandoné.
¿Por qué?
No supe entender cómo podía ayudar al cambio desde ahí. No servía, extrañaba la cercanía, la realidad del día a día. Desde entonces he llevado a cabo muchos proyectos: con mujeres, con jóvenes, con niños en entornos rurales; en África, América Latina y Europa. Mi padre me dijo: “Si dejas la Unesco ya puede merecer la pena”, y eso es lo que he intentado.
Al finalizar un proyecto con una comunidad concreta te vas a casa sintiendo que has hecho un poquito para que tu mundo mejore, porque el primero que mejora es mi mundo personal: aprendo de cada proyecto, me hace más flexible, más empática, me hace entender mejor lo que ocurre a mi alrededor.
Entender y decirlo. Acaso, ser la voz de las comunidades a través del teatro. ¿Qué tanto necesitas decir?
Necesito decir lo que ellos quieran que digamos. Como dramaturga o arte-educadora trabajo con técnicas como el teatro foro o el teatro documental, que sirven para ser portavoces de lo que las comunidades quieren contar. Ellos deciden y yo les ayudo a crearlo. A veces es un grupo de adolescentes que quieren contarles a sus padres cómo se sienten después de que se han divorciado, o un grupo de mujeres sobrevivientes de la violencia machista que quieren contar qué las ha hecho sobrevivir para que a otras les sirva de apoyo, o un grupo de gente mayor que quiere celebrar que están vivos y compartirlo. Ellos deciden.
Desde que vino al Ecuador la primera vez, ¿ha notado algún cambio en el aspecto cultural?
No puedo hablar del cambio cultural en Ecuador porque no conozco al país de primera mano, pero sí de la transformación de la ciudad de Guayaquil. Cuando estuve hace cuatro años, el Teatro Sánchez Aguilar acababa de abrir y no había la oportunidad de ver las artes escénicas que hay ahora. Considero que este teatro funcionó como revulsivo para ampliar el tejido cultural de Guayaquil, apoyar las producciones privadas y dar a conocer a actores y directores. En una semana he acudido a dos espectáculos al Sánchez, microteatro en Pop Up y La Bota, a Ángela Arboleda, una cuentera maravillosa en El Altillo, y una propuesta de teatro gestual como es ‘Teatro del Cielo’ en La Fábrica. Es necesario que exista una oferta diversa y plural para generar espectadores (y cuando yo vine, apenas los había) y ciudadanos críticos. Y aunque aún queda por hacer, si lo comparo con otros países, el camino se ha ensanchado mucho en estos cuatro años.
Al comparar con otros países, la mala política, violencia y corrupción son elementos sin cura. ¿Cree usted que el teatro podría educarnos?
Sí, el teatro puede educar. Tú como creador elegirás si quieres hacerlo o no. Yo lo siento como una responsabilidad y una necesidad. Con mi compañía trabajo desde la intersección del arte y la educación, la unión de lo escénico y el aula. Se puede educar desde muchos ámbitos: con las historias que se cuentan dando voz a conflictos poco conocidos, desde el lenguaje escénico empleado para contarlo (cada obra puede ser un descubrimiento de universos) y desde el propio hecho teatral. Con el teatro se desarrolla la empatía, el ponerse en la piel del otro, y se ven y se viven otras vidas.
¿Educar a la familia haciendo frente a las enfermedades de la mente?
La familia sigue siendo el mayor soporte de cualquier enfermo, al menos en una sociedad como la española, y la ecuatoriana. La familia tiene que estar para apoyar, pero no para soportar. La familia, y de eso habla la obra, es la cuidadora, no solo en lo cotidiano ( poner un pañal o dar de comer), sino en el día a día: hablarle al enfermo, cantarle, contarle historias… quererlo. Pero también creo que se necesitan recursos públicos para apoyar a las familias. Hace falta centros geriátricos de día, cuidadores cualificados (fisioterapeutas, terapeutas ocupacionales, musicoterapeutas), además de una política de igualdad que ayude a la mujer a deshacerse de su rol de cuidadora, y pueda desarrollar su carrera profesional en las mismas condiciones que los hombres. Porque la realidad es que la mayoría de las veces el valor no es de las familias, sino de las mujeres de la familia, hablemos con propiedad, y eso debe cambiar.
Usted dijo que cuando tiene coraje escribe, ya que necesita realizar una especie de justicia poética. Por lo que al mundo le falta de justicia, le tocaría escribir harto, ¿verdad?
El mundo es profundamente injusto. Nací en un lugar y en una época histórica en la que crecí de manera muy diferente a como lo hizo mi abuela (que vivió cuarenta años de dictadura), o a como puede vivir una amiga de mi edad que nació en Irán o Etiopía. La suerte que tengo debo aprovecharla.
¿Qué es la justicia poética?
La justicia poética se traduce en generar roles cercanos a lo que me gustaría que fuera la realidad a través de los personajes que escribo. Gran parte de la realidad no es así, pero si los creadores no mostramos actores diversos en el escenario, como diversidad de culturas
o gente con discapacidad por ejemplo, difícilmente normalizaremos esos estereotipos. Si todo lo que vemos son princesas, las niñas crecerán deseando serlo porque es el imaginario que han consumido. Lo que no me gusta de la vida real, la ficción me permite cambiarlo, esa es mi justicia poética.
Háblenos de Cross Border Project.
El Cross Border Project es una compañía de teatro y una escuela. La fundé en 2010 en Nueva York cuando estudiaba allí y desde el 2012 está en España, aunque viajo mucho. Trabajamos desde el teatro aplicado a la educación y la transformación social. Con la compañía realizamos espectáculos con los que nos vamos de gira por España y el extranjero, y con la escuela realizamos formación de formadores y creamos proyectos con comunidades. Esta segunda parte es la que nos permite viajar más y vivir experiencias diversas. Una semana trabajas con una asociación de personas mayores, otra con niños, otra con adolescentes de centros de acogida, y en distintos países. Cross Border Project significa ‘el proyecto que cruza fronteras’; y el arte y la educación están, aunque no deberían, separados por una frontera. Esa es una de las que intentamos cruzar.
¿De qué manera han aportado los actores y actrices en la realización de esta obra en Guayaquil?
Considero que los actores y actrices no son herramientas de un texto y de un director. Son creadores y generadores de propuestas. Si trabajamos juntos y todos aportamos, el espectáculo será más rico y mejor. Esta idea la compartí con el elenco de ‘El hijo de la novia’ en el primer día de ensayo, porque en este espectáculo son mucho más que actores. El espacio sonoro se realiza en directo con objetos entre todos. Es decir, el sonido no es grabado, sino que Manuel Larrea, director musical, los genera con ellos.
En particular, ¿qué ofrece El hijo de la novia al público?
Ofrece un viaje por la memoria de una familia que podría ser la de cualquiera de nosotros, un viaje a un amor de cuarenta y nueve años de los que ya no existen. Vemos a una Toty Rodríguez soberbia como enferma de alzhéimer. Ofrece un espacio sonoro realizado en directo por todos los actores, a un Xavier Pimentel en estado puro y a un elenco de actores que lo dan todo.
En la publicidad se lee: “Cuando terminas de ver la obra sencillamente te dan ganas de querer”. ¿Por qué?
Es lo que me gustaría que el público sintiese al acabar la función: ganas de llamar a un amigo, a su madre o hijo. Es una pieza muy emotiva que hace que te cuestiones cada día sobre qué es lo importante, principalmente cuando llegas a cierta edad, y la respuesta siempre es la gente que quieres. Los protagonistas son Toty Rodríguez y Carlos Piechestein.
Usted siendo muy joven ha tenido algunos reconocimientos por la puesta en escena de grandes obras. ¿Cuáles son los próximos retos?
El mayor reto es la resistencia. Cumplir cuarenta años, cincuenta, sesenta y no haberme quedado en el camino o desfallecido en el intento, ese es el mayor reto. A nivel de proyectos concretos, en octubre estreno en el Festival Internacional de Buenos Aires (FIBA) ‘País clandestino’, una pieza coescrita con otros cuatro dramaturgos y directores: Jorge Eiro de Argentina, Pedro Machado de Brasil, Flor Lidner de Uruguay y Maelle Poesy de Francia. Es una obra sobre la identidad transnacional y nuestra generación que también se verá en Chile. Y en noviembre vuelvo a España para estrenar ‘Fiesta, fiesta, fiesta’, una obra de teatro documental sobre la nueva identidad española, para la que entrevisté a cuarenta madres, profesores, personal no docente y alumnos de un colegio. La obra recoge sus relatos y cuestiona nuestra identidad como país. La migración ha transformado las aulas y con ello las calles y la sociedad. La obra habla de los conflictos y deseos de esas nuevas generaciones. Entre los personajes hay dos ecuatorianos.
En lo personal, ¿cómo modificaría la enseñanza para incluir el arte en la formación de los jóvenes?
Creo que las artes deberían ser no solo materias dentro de las escuelas, sino herramientas aplicadas en la enseñanza. Conozco programas fabulosos del uso del teatro en la enseñanza de idiomas, matemáticas o historia. Es decir, no se trata de que los jóvenes conozcan la historia de la música o del teatro, o que lo experimenten montando una obra escolar o cantando en un coro, sino que las artes escénicas sean herramientas básicas de los profesores a la hora de enseñar. Está científicamente probado que el aprendizaje a través del juego y la experiencia es la mejor manera de aprender y la más placentera. Pero para llegar a este nivel en la educación estamos a años luz en muchos países. Es una de mis batallas en España, por eso la formación de formadores.
De realidades mundiales también charlamos, de la violencia contra la mujer, en especial. Lucía ha sido testigo de varios matices, especialmente de su paso por México. Le cuento que hay gente que cree que no existen los feminicidios y que son simples asesinatos. Lucía responde: “No me asombra, aún hay alemanes que niegan los genocidios nazis. Creo que los hombres deben estar preparados para la transformación y no lo están”.