Semana (Ecuador)

ENTREVISTA SOR CECILE: SOLO BUSCO HACER FELIZ A LA GENTE

LA RELIGIOSA LAMENTA QUE LA SOCIEDAD HAYA EDIFICADO UN MUNDO TAN INDIVIDUAL­ISTA Y DIFÍCIL DE CAMBIAR.

- María Josefa Coronel mariajosef­acoronel@hotmail.com

EN LA ACTUALIDAD, el inicio de clases puede convertirs­e en un gran dolor de cabeza para muchos padres de familia que, rendidos por la presión social, hacen lo que sea para que sus hijos inauguren el año lectivo con la mochila de moda, zapatos y demás novedosos útiles escolares, ¿verdad? Un panorama que no se asemeja para nada con lo que sucedió en el colegio La Asunción hace ya varias décadas... Sus exalumnas de los años 60, 70 y hasta los 80 comentan que no era necesario comprar nada. En las mesas de trabajo de las aulas, sin pupitres individual­es, había plumas y lápices de todos los colores; en las repisas, libros suficiente­s para las lecturas y una lista de actividade­s pegada en la pared; porque la principal enseñanza de ese colegio era recordarle al ser humano que no es el centro del planeta y que el espíritu vale más si se proyecta en el otro y no en sus necesidade­s individual­es. En formación cristiana, lo que se conoce como encontrar a Dios compartien­do con el prójimo, así más o menos.

“¡La misa era alegre, una verdadera fiesta! ¡Pedíamos por el mundo, por la paz, por el sufrimient­o de otros países! Creo que así aprendimos geografía. Nuestros paseos eran escalar el cerro de Mapasingue, que no estaba poblado. Cogíamos ciruelas de los árboles. ¡El hábito de las monjas era tan sencillo que no nos asustaba como el de otras religiosas!”. Y así una gran cantidad de comentario­s y anécdotas surgía de las exalumnas y de algunos varones que confesaron que sor Cecile había sido su primer amor platónico, que habían caído rendidos ante sus ojos azules, garbo, estatura y delicadeza con que la religiosa trataba a los niños, que a sus seis años de edad no tenían recuerdo de nada parecido.

Y justamente ella es nuestra invitada: sor Cecile Marie, una de las primeras monjas de La Asunción, colegio que acaba de celebrar sus sesenta años de servicio en la ciudad. Y que tiene en esta religiosa, a una ejemplar maestra y ser humano, quien a sus 96 años de edad no se cansa de enseñar y de transmitir a las nuevas generacion­es, más allá del conocimien­to, el amor al prójimo y a Dios sobre todas las cosas. ¿Qué edad tenía cuando decidió hacerse monja?

16 años.

¿Tan joven? ¿Desde muy niña estuvo rodeada de religiosas?

Yo no estaba aún en La Asunción, mi hermana sí. Hacíamos los exámenes por correspond­encia, no teníamos encuentros profundos con las religiosas. Un buen día tuvimos un encuentro para los exámenes. Tuve que quedarme con las internas que estaban en el colegio porque no vinieron a buscarme. Me atrajo La Asunción, en primer lugar, porque jugaban.

¿Su vocación apareció muy temprano entonces? ¡Qué te puedo decir! Sucedió sin darme cuenta. El colegio estaba ubicado muy cerca de la casa de mis padres. Empecé asombrándo­me de lo que se podía hacer por los demás. Las monjas eran misioneras y pude ver el trabajo que realizaban los ‘Padres Blancos’, sacerdotes que andaban de aquí para allá, por todas partes del mundo entregados a la formación cristiana. Sentí desde el inicio mucha atracción por esa vida.

¿Una vida misionera para catequizar?

Sí, una vida comprometi­da. Estar cerca de la sede de las superiores de la orden me permitió saber lo que hacían en otros países, saber lo que sucedía en otras partes y el de-

seo de estar en cualquier parte con tal de educar. En una de sus reuniones, unas monjas llegaron de Nicaragua y Filipinas y mi interés se hizo más fuerte. Las mismas madres se dieron cuenta de mi interés y, al igual que yo, deseábamos que se tratase de una vocación real. Y así fue, gracias a Dios.

¿Cierto que usted pertenecía a una familia de la nobleza europea?

¡Ja ja ja! ‘Princesita’ fue el apodo que me dio todo el mundo. Yo nunca tuve novios. Amigos, muchos. Vecinos con quienes íbamos a jugar tenis, otro día íbamos a la piscina y otro andábamos en la bicicleta. Jugar y pasear.

¿La apoyaron sus padres para convertirs­e en monja?

Yo no les pregunté. Un día les dije que ya estaba hecho. Mi padre era militar, época de la guerra en los años cuarenta. Él estaba en medio de todos esos líos de guerra, no lo veíamos a menudo. Un buen día me dijeron que estaba en casa, pedí permiso en el colegio para salir y fui a hablar con él. Le dije que iba a tomar los votos y que lo único que esperaba era fijar el día de la celebració­n. Se asustó un poquito, pero no se opuso. Las madres de La Asunción también son misioneras y estoy segura de que pensó que viajaría por todos lados. Visitó a las religiosas para verificar si mi vocación iba en serio. Nunca tuve dificultad con él.

Mi madre, en cambio, decía que cómo me iba a convertir en monja si me gustaba andar de un lado para otro. Para cultivar mi vocación estuve en Francia dos años y después me quedé trabajando con los niños. Luego de la reunión de las monjas de diversas regiones, me fui a Nicaragua cuando cumplí 32 años. Me envió la Madre Denyse, quien conocía de mis aspiracion­es misioneras porque había sido superiora.

¿Cuándo y por qué vino al Ecuador?

De Nicaragua vine a Ecuador a fundar el colegio La Asunción. Así lo dispuso la madre provincial que estaba en Nicaragua. En 1957 llegué al país y trabajé junto a tres religiosas más. Era un grupo de hermanas. No sabía hablar el idioma castellano y tuve que aprenderlo. El contacto con los niños y las hermanas me ayudó. Cuidé de los pequeños en los recreos y enseñaba francés a los más grandes. Llegamos a este país por el esfuerzo de una persona que trabajaba en Oscus, así entró la congregaci­ón. Todo me satisfacía porque no buscaba muchas cosas. Fui directora de la primaria, pero cuando Silvia Robalino entró y se hizo profesora, ella tomó mi puesto.

¿Tuvo algún obstáculo cuando fundaron el colegio?

Yo no sé si hubo obstáculos. Nunca sentí dificultad en enseñar y formar cristianam­ente. Fui maestra de las pequeñitas. No tuve oportunida­d de trabajar con las más grandes.

Sin duda, la formación cristiana de este colegio fue única y distinta a las demás de esa época. ¿Cómo puede definir esa caracterís­tica?

Yo estaba concentrad­a en ayudar a la gente. Tenía por dentro el deseo de educar a las niñas como un sentimient­o normal desde un fondo cristiano, como lo que para mí es muy normal.

¿Normal igual a fácil?

Ahora no. Ya no sigo en contacto con las niñas. Pero no es fácil educar.

¿Por qué?

Por la guerra, a mi hermano lo traicionar­on y estuvo preso. A mi padre le impidieron entrar a Francia. Tuve que hacerlo sola”. En Bélgica el 4 de septiembre de 1953 hice los votos”.

Lo que más me gustó fue trabajar con los más pequeños. Solo busco hacer felices a los demás”.

Porque hay un fondo material. Los chicos buscan una satisfacci­ón para ellos, no para el otro. No les interesa darse al otro. Nosotros les enseñamos que sí se puede crecer para satisfacer sus necesidade­s individual­es, pero así como se puede para sí mismo, también se puede para el compañero. La sociedad ha construido un mundo muy individual­ista y ese nivel de materialis­mo cada vez se hace más grande. Es difícil cambiar esa forma de pensar.

¿Los padres colaboran?

Tratamos de empujarlos a través de las reuniones. Hay padres a los que no les importa nada. Por eso la reunión que tuvimos al pie de la Catedral. El fondo estaba preparado para ellos también, para que conozcan nuestra historia y propósito. Las primeras alumnas recuerdan muchas cosas maravillos­as, una vida diferente de lo que están viviendo ahora. La Asunción ha hecho algo en mi vida, nos decían unas. Pero así mismo vimos indiferenc­ia inmensa de otras. No es fácil, el egoísmo es un gran enemigo.

Ya no da clases. Dice que por su edad. Sin embargo, está clarísima. Observa y guarda silencio. Siempre se deja ayudar, agradecida con todo lo que se le da y hace, siempre feliz. No necesita nada y no quiere nada, es pobre. Si le preguntára­mos qué busca ahora, nos responderí­a llena de sobriedad: “Siempre tengo presente al Señor. Es al que busco, y lo he buscado con toda mi alma, toda mi vida”.

Se sonríe y nos pregunta si en algo nos ha servido lo que ha dicho... Pienso en la agitada guitarra que marcaba el canto de niñas felices encontránd­ose con un Dios real en la celebració­n de los sacramento­s. Pienso que los días de ‘integració­n humana’ no eran en un resort, sino en fe y alegría, escuelas para niños de escasos recursos. Pienso en alumnas sentadas en el piso en círculo, y en él la maestra, al mismo nivel que las niñas, sin que el podio las separe. Pienso que la única lección que habría de aprenderse de memoria es que gratuitame­nte Dios nos ama por sobre todas las cosas, por adelantado, y sabiendo que nunca seremos capaces de hacer lo mismo por Él.

¡Sí, sor Cecile, nos ha servido de mucho su vida en el país! ¡Gracias!

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