El destape progresivo de la forma en que han venido manejándose los asuntos públicos indica que hay que cambiar cuanto antes la manera de actuar
Nunca antes en nuestro ambiente nacional se dio un brote de transparencia como el que ahora se hace sentir en todos los niveles y en todos los sentidos. Esto por supuesto no es casual, como lo hemos subrayado sistemáticamente en los tiempos recientes, ya que sin duda responde a la presión democratizadora que va tomando impulso progresivo desde que transitamos la posguerra iniciada hace ya casi un cuarto de siglo. Dicha presión es producto de la misma dinámica histórica, y eso la vuelve cada vez más invulnerable frente a las resistencias y los sabotajes que, según era previsible, no se han hecho esperar. Pero lo que vemos como signos verdaderamente alentadores son los movimientos que desde las diversas esferas de la ciudadanía trabajan sin tregua por avanzar hacia una institucionalidad más limpia y responsable y hacia una sociedad con más capacidad de volverse la principal fuerza del progreso.
Es fundamental para que la normalidad vaya ganando terreno, vigencia y relevancia que las estructuras y los mecanismos institucionales asuman las funciones que les corresponden de manera no sólo oportuna sino sobre todo confiable. No se justifica, bajo ningún concepto ni para ningún propósito, que las conductas indebidas, de la clase que fueren e independientemente de quienes sean los que las practiquen, queden protegidas por algún tipo de impunidad. Evidentemente las cosas están cambiando para bien en lo referente a sacar a luz vicios y desviaciones tradicionalmente sabidas y consentidas, como es el caso de los “sobresueldos” que se vienen repartiendo con fondos presuntamente reservados; pero falta mucho para que procederes de esa índole desaparezcan por completo.
El punto clave es la generación de confianza, no sólo dentro de los espacios institucionales sino también, y muy especialmente, en los distintos ámbitos de la sociedad. Sólo una confianza bien cimentada produce seguridad y genera estabilidad, que tanto se necesitan para que el país en su conjunto entre en fase de progreso sustentado y creciente.
No se trata de un simple ejercicio de mea culpa ni de andar señalando culpables históricos de lo que viene dándose entre nosotros con efectos tan destructivos: se trata de concertar fuerzas y esfuerzos para dirigirse en la línea de las soluciones que tengan sentido y futuro. Nada va a cambiar sustantivamente si no se da un proceso de rectificación que depure la institucionalidad en todas las formas que se haga preciso.
En el país ya se dio durante 25 años un ejercicio de tránsito de una guerra que desgarró las entrañas de nuestro cuerpo social hacia una pacificación que tiene como propósito histórico ir sentando las bases firmes de una sociedad realmente integrada. Ahora es tiempo de que vayamos pasando de la transición educadora al reencuentro constructivo en todos los órdenes de la vida nacional. Y los liderazgos nacionales, comenzando por los liderazgos políticos, son los llamados a dar el ejemplo en esa dirección.
Los destapes actuales son muestras fehacientes de que el país avanza, pero al mismo tiempo son invitaciones elocuentes al compromiso de continuar en el empeño histórico de lograr que El Salvador redefina su ejemplaridad de cara al futuro. Hay que cambiar el chip de la vida nacional prácticamente en todos los órdenes, comenzando por la dimensión institucional.
EL PUNTO CLAVE ES LA GENERACIÓN DE CONFIANZA, NO SÓLO DENTRO DE LOS ESPACIOS INSTITUCIONALES SINO TAMBIÉN, Y MUY ESPECIALMENTE, EN LOS DISTINTOS ÁMBITOS DE LA SOCIEDAD. SÓLO UNA CONFIANZA BIEN CIMENTADA PRODUCE SEGURIDAD Y GENERA ESTABILIDAD, QUE TANTO SE NECESITAN PARA QUE EL PAÍS EN SU CONJUNTO ENTRE EN FASE DE PROGRESO SUSTENTADO Y CRECIENTE.