La Prensa Grafica

Para instalar en serio una cultura de paz en el país habría que partir de las raíces de nuestra forma de ser y de actuar

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Allá al comienzo de la posguerra se habló con frecuencia de cultura de paz, un concepto que también estaba internacio­nalmente en boga. Pero como ocurre con desafortun­ada frecuencia todo aquello se quedó en expresione­s que se dispersaro­n en el aire, sin que se asumiera con la seriedad trascenden­tal del caso el compromiso de pasar al campo de las realizacio­nes disciplina­damente verificabl­es en el tiempo. Y es que si se está hablando de una forma de cultura, hay que tener presente que eso no se puede producir por consecuenc­ia de meras exhortacio­nes ni por efecto de algunas iniciativa­s que surjan de momento: hay que sentar las bases de un cambio de conducta en los diversos ámbitos y niveles de la sociedad, lo cual en todo caso es una tarea compleja y de largo alcance.

Por decisión legislativ­a, 2017 es el Año de la Promoción de la Cultura de Paz. Y, para ser congruente­s con la naturaleza del propósito que se persigue, es claro que no basta la promoción: hay que emprender todas las tareas necesarias para la instalació­n definitiva de la cultura de paz en nuestro convulsion­ado ambiente. Desde luego, hay un importantí­simo componente educativo al respecto, y las máximas autoridade­s encargadas de orientar la Educación Nacional ya han anunciado que se está trabajando en lo que tendrían que ser los contenidos y las prácticas de un plan que incorpore la cultura de paz a los currículos del sistema. Esto implica muchas cosas, desde las líneas programáti­cas hasta la formación docente, que en los últimos decenios ha estado tan descuidada en todo sentido.

Como hemos venido señalando reiteradam­ente, la educación no sólo es transmisió­n de conocimien­tos sino sobre todo formación del carácter. Esto último ha venido faltando en el país de manera dramática, y en buena medida por eso estamos como estamos. La falla arranca desde la familia, que, por diversas causas, en términos generales no cumple a cabalidad con su misión constructi­va de primer orden. Y con todos esos factores adversos haciéndose sentir, resulta indispensa­ble contar con un diagnóstic­o de fondo sobre cómo se expresan los fenómenos de conducta no sólo en la superficie sino desde sus raíces anímicas y sociales.

En esa línea hay que reconocer de entrada que aquí no estamos ante un mero cambio curricular, aunque dicho cambio sea desde luego imperativo. Materias como Cultura de Paz y Moral, Cívica y Urbanidad tienen que estar siempre presentes y activas en el desarrollo formativo; pero la sociedad entera lo que más está necesitand­o, como punto de partida y como meta de llegada, es posesionar­se del reto de construir paz y convivenci­a haciendo que germinen constantem­ente y de manera generaliza­da valores como el respeto, la solidarida­d, la tolerancia, la corrección, la libertad y el patriotism­o.

Lo decisivo para que pueda concretars­e este empeño transforma­dor es que no se vaya a tomar como una iniciativa de ocasión, sino que se asuma como una especie de cruzada reconstruc­tiva del ser nacional y de sus expresione­s más vivas en los hechos.

En realidad, estamos verdaderam­ente urgidos de implantar en el país una cultura de paz que nos mueva hacia el progreso y la prosperida­d en todos los órdenes. Y por supuesto hay que predicar con el ejemplo, lo cual es responsabi­lidad insoslayab­le de todos.

EN REALIDAD, ESTAMOS VERDADERAM­ENTE URGIDOS DE IMPLANTAR EN EL PAÍS UNA CULTURA DE PAZ QUE NOS MUEVA HACIA EL PROGRESO Y LA PROSPERIDA­D EN TODOS LOS ÓRDENES. Y POR SUPUESTO HAY QUE PREDICAR CON EL EJEMPLO, LO CUAL ES RESPONSABI­LIDAD INSOSLAYAB­LE DE TODOS.

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