Necesitamos una transformación educativa que ponga en primer plano la formación del carácter de los educandos en los distintos niveles
Las carencias que padece el sistema educativo nacional son inocultables y variadas. Si bien es cierto que en un fenómeno como éste no es posible hacer juicios absolutos, porque las condiciones y las realidades que se presentan en el día a día dependen de múltiples factores, lo que sí resulta claro e incuestionable es que el sistema, en gran medida y con matices que no alteran la identificación de los problemas de fondo, está necesitando reciclajes profundos, que lo pongan a tono con las necesidades y las posibilidades de los tiempos. Hay que puntualizar, una vez más, que la educación va íntimamente vinculada con la productividad en el más amplio sentido del término, y que la productividad es el factor más decisivo de la competitividad, con lo cual se configura la alianza virtuosa insoslayable entre esas tres actividades de primer orden.
Desde que se implantó la llamada Reforma Educativa de 1968, el sistema ha venido sufriendo más deslaves que progresos, y ello es debido, en primer término, a la ausencia de un esquema estratégico que integre proactivamente las diversas funciones de la educación. En ese sentido hay que recalcar que la verdadera educación es formativa en el más abarcador sentido del término, y por ello comprende no sólo los componentes del conocimiento actualizado sino también, y en lugar prioritario, los mecanismos de la conducta con sus principios, valores y tratamientos correspondientes. En esa línea hemos mencionado en el título la formación del carácter, que debe iniciar en la familia y que le sirve de sustento a todo lo demás, para que cada individuo tenga bien fortalecidos los instrumentos de un sano y exitoso desempeño en la vida.
Para que este cometido de fondo, que es fundamentalmente humano, cumpla con el propósito que le da sentido y relevancia, es indispensable contar con un cuerpo docente preparado para tal fin. Y aquí tenemos que insistir en un punto vital para el desempeño de todo el sistema: la formación de maestros, que quedó al garete cuando se eliminó sin medir consecuencias el esquema de las Escuelas Normales. Con tal decisión presuntamente técnica pero esencialmente aleatoria se dejó sin aliento formativo lo que debe ser una tarea de la más alta trascendencia para la suerte del país en general.
Ahora, en forma poco coherente, se está tratando de retomar criterios para recomponer realidades en los distintos planos educativos. Tenemos el caso de la enseñanza de la moral, la cívica y la urbanidad, que es preciso reimplantar en esta hora tan crítica de nuestro proceso evolutivo. En verdad, lo que se necesita con urgencia es un replanteamiento integral de la educación, para que los ciudadanos del inmediato futuro puedan desenvolverse con otras bases de conducta y con otras visiones de superación.
Como decíamos antes, el lazo umbilical entre la educación y la productividad se hace más notorio en estos tiempos en que el progreso es eminentemente competitivo. Desde la primera infancia hay que proveer a los educandos de las herramientas que les permitan funcionar y desenvolverse en un mundo donde se multiplican las oportunidades de la mano de los desafíos. Y para que eso se cumpla es preciso articular la formación humana con la habilitación científica y tecnológica.
Estar al día en estos tiempos implica ir un paso delante de los tiempos, porque la aceleración es vertiginosa en todo sentido. Y en la educación esto vale más que en cualquier otro campo.
DESDE QUE SE IMPLANTÓ LA LLAMADA REFORMA EDUCATIVA DE 1968, EL SISTEMA HA VENIDO SUFRIENDO MÁS DESLAVES QUE PROGRESOS, Y ELLO ES DEBIDO, EN PRIMER TÉRMINO, A LA AUSENCIA DE UN ESQUEMA ESTRATÉGICO QUE INTEGRE PROACTIVAMENTE LAS DIVERSAS FUNCIONES DE LA EDUCACIÓN.