La violencia homicida se sigue haciendo sentir en el ambiente sin que aparezcan señales ciertas de que los controles son verdaderamente funcionales
La criminalidad que ha hecho presa del país se manifiesta cotidianamente de muy variadas maneras, y en el trasfondo de todas ellas hay un fenómeno de alta peligrosidad que podría resumirse en una frase, que hemos repetido cuantas veces ha sido oportuno: el crimen se mantiene a la ofensiva mientras la autoridad aún parece en muchos sentidos estar a la defensiva. Esto es lo que hay que hacer girar en forma verificable y sostenida para que en los distintos ámbitos ciudadanos comiencen a dibujarse salidas al final del túnel.
En el tema específico de los homicidios varias situaciones se mueven de manera constante: es claro que la criminalidad organizada manipula según su interés el accionar que produce víctimas, muchas de ellas dentro de sus propias filas y por virulentas confrontaciones entre grupos como las pandillas; por otra parte, las muertes son la forma más efectiva de intimidar a comunidades enteras y aun a sectores institucionales más directamente vinculados con la lucha anticriminal, con la Policía Nacional Civil en primer término; y el asesinato se ha vuelto un arma implacable para mantener el control de los territorios por parte de las organizaciones delincuenciales. Estos son factores, así como otros con incidencia en la realidad del fenómeno, que se tendrían que considerar dentro de esa estrategia integral de lucha por la legalidad y la seguridad que se reclama cada vez con mayor insistencia desde distintos ángulos de la sociedad.
Hay que tener en cuenta también, porque se trata de un accionar que podría venir a complicar las cosas en todo sentido, que las tentaciones de tomar la justicia por propia mano se vuelven más patentes en la medida que desde la institucionalidad no aparecen señales realmente convincentes de que se va en la ruta de las auténticas soluciones. Los llamados “grupos de exterminio” ya parecen estar moviéndose en el terreno, y eso hay que considerarlo en la gravedad que tiene, so- bre todo porque debido a la intensa frustración prevaleciente en distintos ámbitos ciudadanos por la victimización que se padece, mucha gente estaría de acuerdo en tomar ese atajo destructor para contrarrestar los ataques inmisericordes de los criminales que proliferan por doquier.
Se habla con gran frecuencia de prevención de la delincuencia y de reinserción de aquéllos que estarían dispuestos a abandonar su práctica criminal para volver a la normalidad de la vida. En esos dos planos está prácticamente todo por hacer, y lo primero sería definir el alcance de los términos y plantear estrategias de acción que no sean simulacros en ningún sentido. Y habría que reconocer de entrada que prevenir, sobre todo en un campo como este, es tarea de larga duración, cuyos frutos son inevitablemente progresivos, siempre que se hagan las cosas bien; y en cuanto a la reinserción, hay que tratarla con mucho cuidado para no caer en el riesgo de que los dizque reinsertados vayan intencionalmente a seguir contaminando el ambiente.
Es claro hasta la saciedad que la violencia que padecemos y sufrimos es un mal cuya erradicación resulta complejísima y en muchos sentidos aleatoria. La sociedad y el Estado tendrían que unir fuerzas con inteligencia y responsabilidad para que el país pueda encaminarse hacia la sanidad del sistema y del proceso. El crimen ha desplegado poderosas raíces que se profundizan día a día, lo cual determina que la lucha anticriminal tenga que ir a todos los fondos y trasfondos del fenómeno, que ya se volvió estructural. Quedarse en la superficie lo que logra es fortalecer el mal.
HAY QUE TENER EN CUENTA TAMBIÉN, PORQUE SE TRATA DE UN ACCIONAR QUE PODRÍA VENIR A COMPLICAR LAS COSAS EN TODO SENTIDO, QUE LAS TENTACIONES DE TOMAR LA JUSTICIA POR PROPIA MANO SE VUELVEN MÁS PATENTES EN LA MEDIDA QUE DESDE LA INSTITUCIONALIDAD NO APARECEN SEÑALES REALMENTE CONVINCENTES DE QUE SE VA EN LA RUTA DE LAS AUTÉNTICAS SOLUCIONES.