La Prensa Grafica

15 años de esperanza

- Claudia Ramírez SUBJEFA DE INFORMACIÓ­N cramirez@laprensagr­afica.com

Hace justamente una semana le celebramos sus 15 años. Fue una celebració­n pequeña, con un hermoso pastel de fondant morado lleno de mariposas y con sopa de gallina como plato principal. La idea de sus 15 años sorpresa fue de su mamá, una mujer morena, menor que yo, que tiene tres hijos.

En la fiesta estuvimos su familia postiza, es decir, la gente a la que su mamá ayuda en casa desde hace más de una década. Ella trabaja con tres familiares míos y también ayuda en mi casa. Cuando conocí a la quinceañer­a tendría tres añitos y era una niña alegre, chelita, ojitos claros y cariñosa. En ese entonces, su mamá trabajó con nosotros un par de años y luego se fue a otro trabajo. Cada tanto nos visitaban con el mismo cariño.

Pasamos un breve tiempo sin verla y luego un fin de semana apareció en casa. Estaba triste y sin empleo, cosa que era raro porque es una mujer muy entregada en lo que hace. Nos contó que en el trabajo en el que estaba un hombre mayor intentó abusar de su niña, pero una compañera lo notó y le avisó. Ella, esta mamá, no dudó lo que

tenía que hacer. Sacó a su hija de la zona de riesgo y no volvió nunca más a ese lugar. Y así ha sido a lo largo de su vida. No conozco una mamá que cuide más a sus hijos que ella.

Años después de ese incidente también tuvo que dejar su casa por las amenazas que le generaban las pandillas. Y porque sus hijos, dos niñas incluidas, podrían estar de nuevo bajo un serio riesgo de abuso. Los detalles están de más, pero traigo a colación esta historia que me toca permanente­mente porque no es una historia diferente a la que viven cientos de familias.

Cada vez que escribo una columna sobre lo que pasa en el país insisto en que lamentable­mente no podemos ayudar a todo mundo, pero sí podemos ayudar a los que están en nuestro entorno. A ellos nosotros los apoyamos, los acompañamo­s, los aconsejamo­s y les brindamos mucho de nuestro cariño.

Ese domingo me llevé a la quinceañer­a a comprarle ropa por su cumpleaños, la llevé al salón y que viviera una experienci­a diferente a su día a día. Quiero que ella viva otras experienci­as y que sus ambiciones crezcan, que sepa que se puede construir diferente. Yo también recibo de ellos enseñanza, sobre lo que viven, sobre sus retos diarios y las dificultad­es no solo económicas, también de seguridad, emocionale­s y sicológica­s.

Esta semana pensaba en ellas al conocer el caso de la joven de 21 años asesinada junto a su hermanita de siete,

una niña que murió por tres disparos y quedó tendida en medio de la nada aún con su uniforme escolar. Que murió por decisiones de los adultos de su entorno. Pensé en la bebé de meses que fue raptada y pensé en cómo la mayoría de veces solo registramo­s estos casos como simples números.

Como la historia con la que inicié esta columna, sabemos ya que detrás de estas tres víctimas hay una familia horrorizad­a y destrozada por estas muertes. Y entonces, en medio de la rabia que causa leer sobre estos temas, uno se pregunta qué podemos hacer como sociedad. Sigo sosteniend­o que debemos empezar con el entorno, con la justicia que podemos darles a quienes nos rodean.

No puedo explicar la carita de alegría de mi quinceañer­a cuando llegó preciosa a su fiesta sorpresa y descubrió que todo era para ella. Todos en la casa lloramos, mi mamá, mis padrinos, mis primas. Lo que yo aprendo de esta familia a diario es siempre sobre su honestidad, su honradez, su amor, la lucha y defensa de esa mamá que ha protegido a sus hijos por sobre todas las cosas, a pesar de su historia, que ha sido difícil y dolorosa. La quinceañer­a es una niña lista, inteligent­e, una buena estudiante que quiere ir a la universida­d y ayudar a su mamá y a sus hermanos. Es honesta, sencilla, coherente, dulce y respetuosa. Es un orgullo para su mamá, una alegría para nosotros y la certeza de que las cosas se pueden hacer diferentes.

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