Frente al jardín
Personalmente siento que entre las emociones más entrañables que puede proporcionarnos la cotidianidad está la de poder convivir con un jardín. No importa el tamaño ni la exquisitez de éste: lo que importa es que en nuestro entorno más inmediato haya seres vegetales que puedan estar ahí a nuestro alcance en forma de tallos, de hojas, de pétalos, y si es posible de troncos y de ramajes. La vida urbana, por su propia dinámica expansiva, vuelve cada vez más difícil la cercanía entre los seres humanos y las expresiones de la comunidad vegetal, y eso, aunque casi nunca se menciona, tiene alto costo anímico y espiritual. La Naturaleza es un conglomerado que se comunica a cada instante; y los humanos somos parte de dicho conglomerado, pese a que absurdamente nos consideremos ubicados por encima de él. Los tremendos deterioros ambientales que hoy se padecen por doquier son efecto, en gran medida, de esa prepotencia sin sentido. Lo natural constituye un todo, y sólo al asumirlo como tal podemos estar verdaderamente integrados a él. Desde tal perspectiva retomo la convivencia ideal con alguna forma de jardín. Puede ser un predio con especies multicolores o puede ser un pequeño arriate adosado a una pared rústica: lo importante es que la vegetación acompañe. Esta mañana, antes de emprender la actividad del día, me he puesto a contemplar el jardín, y he sentido su presencia como si fuera la de una capilla dedicada a las veneraciones más espontáneas. Ahí, entre el arbolito de granadas, una ardilla salta de rama en rama con la agilidad que ya quisiera una gimnasta olímpica de nivel mundial. ¡Gracias por la lección matutina, inspiradora al máximo!