Elogio de la serenidad
Vivimos una época que se caracteriza por los comportamientos incontrolables, por las reacciones agresivas, por los miedos angustiosos, por las maniobras despiadadas... Y el hecho de que hoy tengamos todo lo que ocurre en el mundo a merced de una tecla por la desbordada expansión de las comunicaciones virtuales nos mantiene a todos, independientemente de la latitud en que estemos ubicados y los recursos materiales con que contemos, en una permanente vigilia sin fronteras. Siempre fue necesario entrenarse en el autocontrol para poder manejar los avatares de la existencia en forma ordenada y consecuente, pero hoy las dinámicas del autocontrol resultan más difíciles y aleatorias, porque es evidente a todas luces que casi todo lo que nos rodea y nos asedia conspira contra ello. Ante tal situación, que tiene características virales y globales, lo que se impone cada día con más apremio es la necesidad de mover los engranajes virtuosos de una cultura de la serenidad inspiradora. Y cuando hablamos de serenidad hacemos referencia al combustible esencial del autocontrol. En un mundo donde proliferan las provocaciones malsanas de toda índole, el antídoto más valioso y eficaz es el que aglutina y promueve actitudes pacíficas y pacificantes. Hay que sustituir la ira por la comprensión, el rencor por la tolerancia, el desatino por la razonabilidad, el rechazo por la convivencia, el descontrol por la paciencia, la agresión por el reconocimiento, y así podríamos seguir enumerando contrastes reparadores. La serenidad limpia el ánimo y atempera el ánima, dejando amplios espacios para corregir entuertos y reparar ofensas. Y, en definitiva, la serenidad es el mejor insumo para sustentar una vida feliz.