LA MODERACIÓN Y LA TOLERANCIA SON BÁSICAS PARA QUE LA DEMOCRACIA FUNCIONE
LA ADMINISTRACIÓN INTELIGENTE Y PRODUCTIVA DE LOS MATICES DIVERSIFICADORES CONSTITUYE ENTONCES TAREA FUNDAMENTAL DE LA CIVILIZACIÓN, INDEPENDIENTEMENTE DE LA SOCIEDAD DE QUE SE TRATE.
En El Salvador la vivencia práctica de la democracia es algo muy reciente, si tomamos en cuenta que nuestra vida republicana está ya muy cerca de alcanzar su segunda centuria. En 1980, luego del Golpe de Estado del 15 de octubre de 1979, cuando el régimen de poder imperante desde el inicio de los años 30 llegó a su fin, la democracia inició su marcha, y lo ha venido siguiendo hasta nuestros días, con proyección irreversible. ¿Quiere decir esto que la democracia está blindada en el país? Lo que quiere decir es que no hay retorno posible hacia un pasado político distorsionado que dio todo de sí, y esa es la mejor garantía de que tenemos que convivir con la lógica democrática sin ninguna alternativa.
Y esa lógica está basada en el sano manejo de las distintas ideas, de los variados intereses y de las diversas percepciones. Es decir, que es preciso aceptar las diferencias como algo natural, sin pretender anularlas o descomponerlas, para lograr a partir de ahí los balances y los equilibrios que posibilitan una sana convivencia y un ejercicio de pluralidad bien administrada. Porque lo primero que en todo caso hay que reconocer es que los seres humanos nos caracterizamos por la individualidad irrepetible, pese a que somos iguales en lo básico. La administración inteligente y productiva de los matices diversificadores constituye entonces tarea fundamental de la civilización, independientemente de la sociedad de que se trate. En un país como el nuestro, donde la democracia llegó por necesidad, se vuelve aún más imperioso insistir en lo que la democratización significa y representa. La tendencia facilista quisiera limitar las cosas a un mecánico juego formal, que acaba siendo mero despliegue de apariencias. Dicha tendencia estuvo presente entre nosotros prácticamente desde siempre, hasta el punto que llegó a parecer algo natural. Durante décadas, por ejemplo, no se podía ni siquiera mencionar la posibilidad de que un civil llegara a asumir la Presidencia de la República, y aun así el discurso oficial no dejaba de hablar de salvaguarda de las libertades. Cuando la democracia se instaló de veras quedaron vivos muchos resabios del pasado, que aún se resisten a desaparecer.
Uno de esos resabios es la tentación del extremismo, que busca mantener vivos y actuantes los esquemas ideológicos fundados en un concepto bélico de la disputa por el poder. Al final de la Segunda Guerra Mundial, allá en 1945, el capitalismo y el comunismo convirtieron al mundo en su propio campo de batalla, en el que cada uno pugnaba con todo para volverse el vencedor definitivo; y se llegó a creer, como principio de validez universal, que tal desenlace se daría más temprano que tarde. La historia demostró lo contrario, y ahora vivimos en un mundo en el que ya no son imaginables las soluciones apocalípticas, y en el que hay que aprender a convivir, cueste lo que cueste. Por eso la democracia está adquiriendo bríos.
Las principales fuerzas políticas del país están marcadas por su origen. El FMLN es la guerrilla que se transformó en partido político al concluir el conflicto armado; y ARENA fue el aguerrido partido de derecha que surgió cuando emergía la guerra y la democracia estaba dando sus primeros pasos. No es de extrañar, entonces, que la crispación beligerante se halle a la orden del día, que los criterios extremistas se hagan aún sentir y que las actitudes descalificadoras proliferen. En tales condiciones, aunque la democracia nunca ha dejado de estar presente, parece atada de manos. Eso es lo que hay que corregir, con el debido cambio en los comportamientos políticos y sociales. La moderación y la tolerancia se tienen que hacer valer sin reservas.
Nuestra democracia lleva ya recorridos casi cuatro decenios, y ha logrado suficiente estabilidad para animarse a cumplir con todas las exigencias de la madurez. Es lo que hay que propiciar entre todos los sujetos en juego, comenzando por la ciudadanía misma, que es la más dispuesta a generar y estimular iniciativas modernizadoras. De esto depende que nuestro proceso pueda dar los saltos de calidad que su propia dinámica le demanda.