DESEMPLEOS POR ÉXODO FORZADO POR PANDILLAS
Documentan 146 casos pero advierten cifra negra
Rosa María Mármol escuchó los disparos que mataron a dos jóvenes que conocía en el caserío Los Jorge del cantón El Cedro, en Panchimalco, en agosto de 2016. Dos meses después, escuchó que un grupo de pandilleros armados regresó a la vivienda de su vecina, buscaban más jóvenes para asesinarlos. Angustiada, le dijo a su esposo y a su hijo adolescente que para salvar sus vidas tenían que huir de Panchimalco. Les dijo que no anduvieran pensando en las gallinas, en los patos o en los perros que tenían, porque seguramente serían un estorbo para comenzar desde cero en cualquier otro lugar. Incluso les dijo que no anduvieran pensando en sus trabajos como agricultores en una finca del municipio, ya que consideraba que era “mejor perder el empleo que la vida”.
Después de esa plática, el esposo de Rosa María le pidió a su patrón que le diera refugio en su casa por unos días o al menos hasta que encontrara un lugar para instalarse con la familia. El patrón aceptó. Rosa María y su familia hizo lo que ya habían hecho otras seis familias del caserío: abandonar sus viviendas de bahareque, tejas y pisos de tierra.
Los días pasaron, según recuerda Rosa María, y su esposo no lograba encontrar un lugar dónde vivir, para dejar de estar en calidad de refugiados en la casa del patrón.
Algunos familiares de Rosa María, que viven fuera de San Salvador, le dijeron que podían ir a vivir con ellos, pero el esposo no estuvo de acuerdo porque también suponía abandonar el empleo y al patrón que los había refugiado. Entonces, decepcionado por no encontrar algún lugar cercano al municipio para no viajar desde lejos a la finca del patrón, el esposo decidió que era hora de regresar a la vivienda que habían abandonado.
“No podemos solo irnos, hay que comer y para comer también hay que trabajar”, recuerda Rosa María que le dijo su esposo, el día en que retornaron.
Cuando regresaron, 15 días después de haber huido, todo estaba igual en el caserío: las puertas de las viviendas de sus vecinos estaban cerradas con candado, había gallinas abandonadas y perros esqueléticos acostados a un lado de las puertas.
Un año y tres meses después, cuando este periódico también regresó al lugar, las cosas seguían igual. Excepto por los animales que describió Rosa María y por los techos de las viviendas que ahora estaban quebrados. Las otras seis familias que se fueron del cantón El Cedro no han retornado.
Ricardo Sosa, el dueño de la finca El Carmen, ubicada en la entrada del caserío, dijo a este periódico que desde el desplazamiento de las familias, en septiembre 2016, los habitantes de caseríos cercanos, que eran sus empleados, tuvieron miedo de llegar a la finca por el temor a los pandilleros que merodeaban en la zona.
“Yo tenía más de 100 empleados y en esta última cosecha solo vinieron a trabajar 16. Con ellos no pude sacar toda la cosecha de café y tuve pérdidas. La verdad es que desde que mataron a esos jóvenes y después de que las familias se fueron, yo voy rumbo a la quiebra”, comenta Sosa.
Hace algunos años, la misma pandilla que asesinó a los dos jóvenes y provocó el desplazamiento de las familias del caserío, también le robó al dueño de la finca el
dinero que llevaba para pagar a todos sus empleados después de una cosecha.
“La situación aquí ha sido difícil, algunas familias definitivamente ya no regresaron y ahora tampoco trabajan conmigo. A saber si han encontrado otro empleo, que yo lo dudo”, dice Sosa.
LOS DATOS
Es complicado cuantificar el problema del desplazamiento forzado a causa de la violencia en El Salvador, porque el Estado aún no ha reconocido el problema y no tiene estadísticas. Ni tan siquiera lo llama por su por nombre y prefiere utilizar el eufemismo “movilidad interna”.
El detalle de cuántas víctimas de desplazamiento perdieron sus empleos el año pasado es casi imposible, ya que hay una cifra negra de víctimas que no denuncian. La única organización que lleva un registro es Cristosal, que trabaja con una muestra porque no se entera de todos los casos que ocurren. El año pasado, la organización no gubernamental documentó 146 casos, en los que hubo 638 víctimas.
De ese total de afectados, 106 víctimas en edad productiva dijeron a Cristosal que perdieron su trabajo después del desplazamiento. La mayoría de ellos trabajaban como agricultores o empleados de alguna maquila.
En Panchimalco, después de que fueron asesinados los dos jóvenes y luego del éxodo de las familias, la Policía Nacional Civil (PNC) instaló una base en la entrada del caserío Los Jorge para patrullar constantemente en el lugar y evitar que los pandilleros sigan llegando a cometer ilícitos.
“Nosotros ya tenemos más o menos un año de estar aquí. Nos apoyan soldados, con los que hacemos patrullajes constantes. Ya hicimos algunas capturas y después esas capturas, el lugar ha quedado tranquilo”, asegura un agente destacado en el caserío, quien pidió ser identificado únicamente como “Sibrián”.
La madre de José Luis Mármol, uno de los dos jóvenes asesinados en septiembre 2016, confirmó a este periódico que desde la llegada de los policías y soldados, los pandilleros dejaron de llegar al lugar. “Después de que me mataron a mi hijo, yo no me quise ir de aquí. Además no tenía adónde ir. Como vieron que yo no me fui, vinieron otra vez a la casa. Eran como 20, rodearon la casa. Me preguntaron si tenía más hijos jóvenes y yo les dije que no, que el único que me quedaba era un niño de tres años. Y quizá de enojados, de no encontrar más jóvenes en la casa: me robaron el celular, una ropa que tenía doblada en la cama y hasta la comida que teníamos guardada. Pero gracias a Dios, después de eso ya no vinieron. Gracias a Dios que están por acá los policías, eso ya le da algo de seguridad a uno”, dice la madre de la víctima.
Rosa María, tía de José Luis Mármol, inclinada sobre una roca de superficie lisa, en la que lava ropa de su esposo e hijo, concluye su relato sobre la vez en que intentaron huir del caserío: dice que ahora ella también se siente “un poco más segura” .
“No es que uno vaya a estar totalmente seguro aquí, pero ahora ya no vemos que anden por ahí los pandilleros. Antes se paseaban armados y uno tenía miedo de encontrarlos en las veredas. Ahora yo también creo, como mi esposo, que era mejor quedarse aquí para no perder el empleo”, dice.