Los 12 años de Roxana, entre la escuela y cuidar a tres hermanos
Roxana González tiene 12 años; cursa sexto grado, pero sus posibilidades de pasar a tercer ciclo tienen grandes limitantes. Las condiciones del centro escolar al que asiste le impiden continuar el séptimo grado. A esto se suma que, luego del abandono de sus padres, ella ha tenido que ocuparse de sus tres hermanos.
Lleva su camisa blanca y falda azul, parte del uniforme de la escuela. No se llama Roxana, es un nombre ficticio para proteger su identidad. En Nahuaterique, donde vive y estudia, trata de abrigarse con un chaleco color morado tejido con lana, pero apenas la protege del clima de esta zona.
Al igual que varios de sus compañeros de escuela, ella no lleva los zapatos del uniforme porque, el par que recibió hace algún tiempo en el paquete escolar que provee el Gobierno, ya le aprieta. “Ya no los aguanto, por eso no me los pongo”, dice. En su lugar, se calza con unas chancletas que dejan al descubierto sus pies, empolvados por la caminata que durante 30 minutos hace diariamente desde su casa hasta el Centro Escolar Paz y Unión, ubicado en la comunidad Las Aradas.
En su recorrido la acompañan otros estudiantes que también asisten al centro escolar ubicado en Nahuaterique, uno de los seis territorios ex bolsones que El Salvador perdió, y que hoy pertenecen a Honduras, a raíz del fallo de la Corte Internacional de Justicia de La Haya, en 1992. Su desafortunada ubicación geográfica mantiene a esta escuela casi en el abandono de ambos países.
Tan solo tiene 12 años y el rostro de Roxana refleja una permanente expresión de tristeza e indiferencia y no la característica alegría que corresponde a su edad; tal vez porque su vida es más la de una adulta que la de una niña.
Ella se levanta todos los días a las 5 de la mañana para quebrar maíz en un molino de mano, lavar los trastes, hacer las tareas del hogar y dejar todo listo para sus hermanos menores, de cinco, seis y 10 años de edad. Solo el último estudia junto a Roxana. Luego se dispone a alistarse para emprender su camino hacia su precario centro escolar.
Cuando Roxana y sus compañeros llegan a la escuela, deben distribuirse, junto a otro medio centenar de estudiantes que compone la matrícula en las dos únicas aulas con que cuenta la escuela, que se encuentran en precarias condiciones.
“Sus paredes están deterioradas, el piso tiene aberturas, las puertas son de madera y ya no sirven. Los focos que habían se quemaron y no se han podido cambiar. El mobiliario es poco y está dañado”, explicó Leyla Parada, una de las dos docentes que atiende el centro escolar.
Los problemas de la escuela no terminan allí y la incomodidad de los estudiantes se complican con la llegada de la estación lluviosa: “En el invierno, las goteras hacen que se mojen los libros y tenemos que mover a los niños a un rinconcito para que no les caiga agua. Son muchas las dificultades que tenemos”, agrega Parada.
Con no pocas dificultades, las dos profesoras que trabajan en esta
escuela atienden desde primero hasta sexto grado; es decir tres grados en una sola aula o aula multigrado. En cada aula, la pizarra debe dividirse en dos para los apuntes de dos grados, y hay una segunda pizarra a un costado para trabajar con el tercer grado.
Además de compartir el salón, uno de estos también funciona como bodega, debido al poco espacio de la infraestructura. Ahí se almacenan los alimentos que les entregan a los niños en su merienda: barriles con granos básicos, sacos de harina y botellas de aceite.
La alimentación se las otorga el Gobierno de Honduras; mientras que el uniforme, los útiles escolares y los zapatos, el de El Salvador. Sin embargo, esos beneficios no son constantes, y los niños y niñas de Las Aradas deben esperar con paciencia hasta que ambos gobiernos se acuerden de ellos.
Roxana ya está cursando sexto grado y es una de las mayores de la escuela, y a medida que ha ido creciendo, la ayuda ha ido mermando para ella.
En 2019 no solo perderá por completo la ayuda, sino que además no podrá asistir más a esa escuela, cuya matrícula llega hasta sexto grado. Los niños y niñas de la localidad que deseen iniciar el tercer ciclo deben ir hasta el centro de Nahuaterique, que está a 40 minutos de Las Aradas. Roxana tendría que caminar una hora y diez minutos, si se suma lo que actualmente camina desde el caserío Llano Liso, donde su ubica su casa, hasta su actual escuela.
Además de eso, la niña tendría que descuidarse por más tiempo de sus hermanos menores, lo cual ella considera imposible. Cada día, cuando Roxana regresa de la escuela tiene que volver a la misma rutina de la mañana. Aunque vive con sus abuelitos, es ella quien se encarga de moler el maíz, hacer el aseo de la casa, lavar la ropa de sus hermanos y “echar cena”. Ella explica que, desde que sus padres los abandonaron, su abuelita le dice que su responsabilidad es cuidar de los demás.
La vida y las responsabilidades que Roxana ha tenido que aceptar han nublado por completo sus aspiraciones. Ella nunca ha soñado con ser profesional y tampoco sabe qué quiere ser cuando crezca. Ella solo piensa en ayudar a sus abuelos y sus hermanos. Está tan adaptada a esa vida, que ya no quiere seguir estudiando.
Al igual que Roxana, cuyos sueños quedan truncados en tareas del hogar y la falta de escuela, en Nahuaterique hay muchos niños que se ven obligados a repetir esa historia; puesto que el abandono de sus padres y la pobreza que sufren repercuten en sus formas de vida y su educación.