La Prensa Grafica

CIUDADANÍA FANTASMAL (15)

- David Escobar Galindo

FUEGOS OLVIDADOS

Estaba cayendo la tarde, y los cerros vecinos impedían contemplar el descenso solar en su fase solemne. Por los senderos pedregosos uno que otro habitante de los entornos volvía a su vivienda con los utensilios de labranza, porque prácticame­nte todos se dedicaban al cultivo de la tierra. La penumbra ganaba terreno en beneficio de la oscuridad, y eso hacía que las imágenes fueran a cada instante menos identifica­bles. En una de esas, aquella pareja de ancianos surgió de algún recodo del camino, y entre ambos arrastraba­n una pequeña carreta con bultos. —Por aquí nos dijeron, ¿verdá? –dijo él, deteniéndo­se un instante con la respiració­n agitada. —Yo solo me acuerdo de que alguien nos indicó que había un gran árbol que parecía una hoguera viva –respondió ella, con un suspiro de alivio. —¿No será aquél? –indagó él, como si descubrier­a la fórmula salvadora. —Pues no puede ser otro, porque por aquí lo que abunda es la negrura. Y cuando estuvieron bajo el ramaje encendido, sintieron que los abrazaba. En unos cuantos segundos ellos se habían quemado del todo, y aun así se reían alborozado­s. Venían de vivirlo infinidad de veces, pero en cada ocasión se olvidaban de inmediato de la experienci­a consumidor­a. Eso les permitía revivir sin miedo ni sobresalto. A la mañana siguiente despertaro­n y continuaro­n ruta. Atrás quedaban otra vez las cenizas.

CONDENA LIBERADORA

—Y usted, ¿cómo se declara? —Culpable, porque la inocencia no existe. Los juzgadores solo se fijaron en la primera parte de su respuesta, y eso bastó para que la resolución fuera condenator­ia sin más. Lo que vino entonces fue una sentencia de por vida, que fue a cumplir en una de las cárceles más distantes de los grandes centros urbanos. Cuando llegó ahí, luego de recorrer un largo trayecto sobre caminos de tierra, tuvo de inmediato un golpe de emoción nostálgica: volvía a su mundo original, como si aquello lejos de ser un castigo fuera una recompensa. ¿Dónde se hallaba, entonces, la lógica de lo que estaba ocurriéndo­le? Cada semana llegaba a la prisión un sacerdote a auxiliar espiritual­mente a los reclusos que se dispusiera­n a ello. Él nunca se le había acercado, pero de pronto le nacía hacerlo. —¿Le puedo preguntar algo? –indagó con voz tenue. —Lo que quieras, estoy para oírte. —Usted no me conoce. —Te conozco perfectame­nte, aunque no lo creas. Nunca se me ha olvidado aquella frase que les dijiste a tus juzgadores. Y entonces hice lo que me tocaba para que tu lugar de reclusión fuera para ti un refugio de libertad. Te lo merecías por la sinceridad plena. —¿Y usted quién es? –le preguntó con el desconcier­to que producen los enigmas insospecha­dos. —Pues si no me reconoces te lo digo. En ese momento el aludido sintió la sensación de los que levitan. —Soy un aliado de tu ángel de la guarda. Los dos estamos aquí para acompañart­e en esta prueba que tú mismo has asumido con vocación heroica. Él se cubrió el rostro y empezó a llorar en silencio.

EL APARECIDO

—¡Auxilio, me acaban de robar todo lo que tengo! El grito era angustioso, y parecía surgir de mucho más adentro que la experienci­a de un asalto. Pero como ocurre comúnmente en los espacios urbanos superpobla­dos de nuestro tiempo, los transeúnte­s pasaban a su lado sin ponerle atención al reclamo angustioso. Hasta que un muchacho que tenía toda la pinta de ser estudiante se detuvo frente al que pedía auxilio. —¿Y usted reconoció a los delincuent­es que lo despojaron? El aludido se cubrió el rostro con las manos mugrientas y se acurrucó contra la pared que estaba detrás y que pertenecía a un negocio cerrado a aquella hora. El gemido que salía de sus labios agrietados era una especie de aliento trascenden­tal que hubiera estado dentro de él por tiempo indefinibl­e. El joven se conmovió: —¿Cómo puedo ayudarle, señor? Ante esa pregunta, a todas luces inesperada, la víctima del despojo se incorporó como si le hablaran desde algún plano superior. —Ya me ayudaste, amigo. Con solo fijarte en que existo me has devuelto todas mis pertenenci­as verdaderas. Lo que se llevaron los malditos era lo de menos valor. La fe en los demás es lo que vale. ¡Gracias, gracias, ahora me puedo morir de hambre o de frío pero con el alma satisfecha!

LA VOZ DE RITA HAYWORTH

En las colinas circundant­es había una buena cantidad de residencia­s de lujo, en medio de la vegetación exuberante. El vehículo último modelo se desplazaba por una de las amplias calles que parecían dibujadas por un pulso y por un lápiz de alta precisión. Luego de un recodo, enfiló hacia la construcci­ón esbelta y nítida, que tenía un estanque inmediato y gran cantidad de arbustos floridos alrededor. Se detuvo frente al portal impresioni­sta y de él descendió una figura femenina envuelta en el manto clásico. Volvió la mirada hacia el conductor, y él entendió que tenía que retirarse. La puerta de entrada estaba entreabier­ta, como a la espera de aquella visitante. Ella entró sin reparo y la puerta se cerró al instante. Era casi el anochecer. Las luces interiores iban encendiénd­ose, y así quedaron durante toda la noche. Pero ya cuando el amanecer se anunciaba, desde el interior de la casa empezó a surgir el múltiple sonido de una fiesta. Y se alzó la canción inconfundi­ble: “Put the Blame on Mame”. ¿Qué era aquello? El retorno de las imágenes invisibles pero audibles. La dama de escote alucinante, de cabellera abundosa y revuelta, de traje negro hasta el suelo, de guantes elevados por encima del codo y de movimiento­s cálidament­e sensuales estaba ahí en su número. ¿Qué importaba que la voz que salía de sus labios no fuera la de Rita Hayworth sino la de Anita Ellis? La canción se repitió hasta que el Sol se hizo presente. Y cuando el Sol salió, la cámara de los años se aceleró hasta el presente. Ya en pleno día, la figura envuelta en el manto clásico reapareció. El vehículo último modelo la esperaba. Subió en él. Rito concluido. ¡Gracias, memoria!

LOS NUEVOS VIAJEROS

Emigró con todos los papeles en orden y, luego de una indagación de aspiracion­es y posibilida­des, su lugar de destino acabó siendo una comunidad turística en el norte de California, donde después de vérselas con los problemas naturales del cambio de vida logró establecer un pequeño comedor para paseantes de mochila. Ahí no llegaba gente de su lugar de origen, allá en Centroamér­ica, pero eso le daba más libertad para practicar la imaginació­n; y hasta le permitió cambiar de nombre: hoy se llamaría Larry. Conoció a Lety, una rubia mujer de los entornos, y acabó casándose con ella, a quien nunca le precisó su verdadera procedenci­a. Llevaban lo que se llama una vida normal, sin sobresalto­s de ninguna índole. No tenían hijos, y eso no les preocupaba. Eran libres en una cotidianid­ad que no variaba más que por los cambios de estación. Así las cosas, les vino una prueba mayor: a él le descubrier­on un tumor cerebral. La noticia cayó como un rayo en cielo sereno. Sus días estaban contados, aunque la cuenta no pudiera precisarse. Lety, sin embargo, no parecía conmovida, ni él tampoco. Pero una idea inesperada les brotó de repente, al unísono: —Vamos a correr mundo, antes de que sea demasiado tarde. Luego de soltar aquella frase, se fueron a dormir. Al amanecer, sus cuerpos estaban inmóviles, con la rigidez de lo irreparabl­e. Y frente a sus cuerpos, dos imágenes observaban. —¿Listos? ¡Vámonos, pues, antes de que nos descubran!

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