Hay que dejar atrás la retórica conflictiva y encaminarse hacia el intercambio respetuoso
En el país estamos necesitando grandes dosis diarias de tolerancia y de paciencia, lo cual en ningún sentido significa sumisión o cobardía, sino todo lo contrario. En este sentido la lucidez y la madurez tendrían que ir de la mano.
La política nacional ha estado siempre limitada por una falta endémica de comunicación fluida y razonable entre los distintos actores que se mueven constantemente dentro del escenario de la vida colectiva. Esto arranca de la falta de un ejercicio de interacciones naturales que ha sido impedido por la forma prepotente y abusiva en que el poder se ha comportado ya por tradición. En otras épocas esto llegó a parecer natural, lo cual constituía una distorsión que estaba fuera de toda lógica comunicativa, y fue el vivero de muchos trastornos en el proceder común, que iban creando las condiciones para que la convivencia nacional pasara a ser una especie de campo de batalla que al final, como era de esperarse, pasó a ser guerra en el pleno sentido del término.
En las circunstancias actuales, la guerra ya no es repetible bajo ningún concepto, pero los conceptos y los criterios que dejó como herencia malsana siguen aquí, queriendo colarse por donde pueden; y una de las áreas donde eso se hace más factible es la de las actitudes y las formas de reaccionar. Y esto se agudiza por el hecho de que las fuerzas políticas que tienen hasta la fecha más relieve representativo y competitivo hayan nacido y crecido en zona histórica de máxima conflictividad, lo cual las ha marcado de muy diversos modos y con consecuencias muy bien identificables. Así las cosas, la atmósfera interactiva, que es inevitable en la democracia, vive cargada de fogonazos y de humaredas.
Pero cuando ha transcurrido más de un cuarto de siglo desde que la guerra armada salió del terreno y todos pasamos, nos gustara o no, al plano de la convivencia pacífica en desarrollo, se va haciendo cada día más notorio el hecho de que las viejas prácticas no sólo ya no tienen razón de ser sino que se vuelven cada vez más nocivas para el sano desenvolvimiento de nuestra realidad. Esto lo sentimos y lo vivimos todos, quien más quien menos, provocando que haya un continuo derroche de energías que no tiene ninguna razón de ser. A estas alturas, no quedan argumentos de ninguna índole para sostener el obsoleto esquema de la pugna sin fin, y el estado calamitoso en que se encuentra la problemática nacional así lo comprueba.
Lo que estorba más a cada paso es la insistencia en el uso y en el abuso de una retórica que está fuera de foco y fuera de sentido. Las crispaciones retóricas son lo que más abunda, como si a falta de racionalidad sólo quedara disponible el lenguaje crispado y ofensivo. A diario estamos viendo reacciones y oyendo expresiones que tienen cada vez más carga pasional, como si en eso consistiera el único modo de darles respuesta a los reclamos de una realidad que no parece hallarles acomodos a sus propias ansiedades. De continuar así podríamos acabar encerrarnos en un círculo vicioso de consecuencias incontrolables. Este es el riesgo al que estamos expuestos por no responder a tiempo a las contingencias de una evolución crecientemente compleja.
Tenemos que insistir en los beneficios de una interacción que se base en el respeto mutuo y en la comprensión compartida. Y eso implica someter la conducta personal y de grupo a una disciplina de contenciones y de reflexión. Constituyen plaga en el ambiente político los temperamentos que son calificados “de mecha corta”, y eso hace que las provocaciones se impongan a cada instante, generando una cadena que hace muy dificultoso pasar al plano de los entendimientos responsables. En el país estamos necesitando grandes dosis diarias de tolerancia y de paciencia, lo cual en ningún sentido significa sumisión o cobardía, sino todo lo contrario. En este sentido la lucidez y la madurez tendrían que ir de la mano.
Afortunadamente es la misma complejidad de la fase histórica en que nos hallamos inmersos la que posibilita imperiosamente salir de los viejos esquemas fallidos de tantas maneras para pasar al campo de la realidad que se reconoce a sí misma con sus desafíos y con sus oportunidades. El Salvador es un vivero potencial de grandes realizaciones, pero para que ello se concrete hay que promover muchas limpiezas y generar muchos reordenamientos. Necesitamos visionarios pragmáticos que se animen y se decidan a ponerlo todo en función de esos objetivos nacionales que ya no pueden esperar más.