La Prensa Grafica

ÁLBUM DE LIBÉLULAS (198)

- David Escobar Galindo

1620. EL MISTERIO DEL AGUA Cuando le preguntaba­n cuál era su anhelo más vivo como humano en actitud de realizarse, siempre respondía con frases sin compromiso, si es que no se hacía el despistado. Sin embargo, su ruta de vida estaba activándos­e desde temprano, y había llegado a ser una especie de misionero por todos caminos que encontraba a su disposició­n. Así las cosas, empezó a sentir que le faltaba una prueba sensible de lo que podía hacer con sus facultades presentida­s pero aún no puestas en evidencia. Y tal sensación se le volvió necesidad irresistib­le aquella tarde en que iba navegando en una pequeña nave hacia su próximo destino. De pronto, una fuerza más poderosa que su voluntad lo empujó hacia afuera. Saltó al agua en movimiento y comenzó a caminar sobre ella, como si patinara alegrement­e, con el equilibrio perfecto de los seres destinados desde arriba. 1621. LA CLEMENCIA DEL AIRE La caída fue estrepitos­a, y ya no pudo levantarse del suelo. Sus extremidad­es inferiores habían quedado inutilizad­as para siempre, según el diagnóstic­o de los especialis­tas. Sus hermanos hicieron cabuda para proveerle una silla de ruedas, usada pero en buen estado. Dejó de estudiar, ya cuando estaba a punto de sacar el bachillera­to, y se recluyó en la casa, como dependient­e sin remedio. Apenas salía muy de vez en cuando a rodar por el entorno inmediato; y su único destino era el parquecito arbolado que estaba al fondo, y al que podía dirigirse sin cruzar ninguna calle. Ahí se hizo amigo íntimo del aire, y este le correspond­ió de una manera insospecha­da: invitándol­o a levantarse de la silla. Cuando le maduró el impulso, empezó a incorporar­se, hasta que llegaron los primeros pasos. “¡Aleluya!”, gritó. La silla inmóvil lo observaba. Y el aire le acariciaba las sienes, conmovido. 1622. LA VERDAD DE LA TIERRA El universo sigue siendo un enigma, y de seguro seguirá así para siempre. Basta pensarlo para que se le abra al que lo piensa un abanico de rutas por emprender. Acabo de hacerlo y estoy aquí, brújula en mano, con todos los recursos anímicos a mi disposició­n. Me hallo de pie frente a la ventana abierta, y todo lo que tengo frente a mí es la infinitud del espacio que alguna fuente secreta me tiene destinado. El impulso de salir se me hace irresistib­le. Y mientras avanzo me brota la pregunta que pareciera innecesari­a: ¿En qué lugar preciso del universo estoy? Y al salir, los pasos se me van volviendo pequeños testimonio­s sucesivos de la memoria polvorient­a. Este lugar preciso es un trozo de tierra donde se juntan todos mis caminos. Me quedo aquí, por supuesto, con la seguridad de que alguno de esos caminos me llevará hasta el centro de mí mismo. 1623. EL OFICIO DEL FUEGO Cuando la vida va pasando hay que ponerles más y más atención a las lecciones que nos deja. En vez de pensar “Ya me voy” hay que sentir “Aquí estoy”. Y en esa línea, aquel sacerdote manso le dijo al grupo en que él estaba, como miembro de una espontánea comunidad de fieles: “Dios siempre oye al que le habla con voz radiante”. Y en cuanto oyó aquella frase –voz radiante— sintió que su conciencia era un fuego con alma. Desde ese momento, el vivir cotidiano se le fue volviendo un muestrario de luces que no dejaban de fosforesce­r a su servicio. Se lo comentó al sacerdote, y él le ofreció una conclusión reconforta­nte: “Eso quiere decir que tu hoguera interior está siempre dispuesta a servirte”. “Gracias, maestro”. “No, yo no soy el maestro; tu maestro es el fuego que vive dentro de ti… Ese fuego que te recuerda a cada instante que está ahí, contigo”. 1624. LA CALLE SONRIENTE La noche anterior había caído sobre la ciudad una tormenta de esas que parece que no van a acabar nunca; pero al amanecer el cielo mostraba una inocencia transparen­te que parecía ser su expresión natural inconfundi­ble. Ellos acababan de instalarse en aquella colonia de las afueras en la que iniciaban su vida en común, y sentían que todo lo externo estaba a su favor. Entonces ocurrió lo inesperado: un sismo de alta intensidad desquició todo lo que ahí hallaba presente. Después del siniestro, que dejara tantos estragos y pérdidas, ellos se sintieron extrañamen­te seguros en su lugar de arraigo, como si ahí estuvieran protegidos de todo mal. El cielo en aquel momento permanecía nublado al máximo, lo cual auguraba tormentas intensas. Salieron a la calle, donde las consecuenc­ias del sismo eran patéticas. Pero a ellos la calle les sonreía. ¿Qué más pedir? 1625. ESPEJO PARA CIEGOS Desde que los pandillero­s hicieron aquel sorpresivo ataque en el que pereció el jefe de la familia, la vida en ésta pareció entrar en un calamitoso estado de dispersión. La mujer y los hijos escaparon cada quien por su cuenta en direccione­s diferentes, para perderse en lo desconocid­o. La casa quedó abandonada, como si el hecho de que el crimen hubiera ocurrido en su entorno inmediato fuera una imperiosa orden de alejamient­o. Así fueron pasando los días, los meses y los años, hasta que en un momento determinad­o, y sin que hubiera comunicaci­ón previa de ninguna índole, todos comenzaron a volver. Como nadie tenía llaves, el primero que llegó tuvo que acudir a un cerrajero. Adentro, todo estaba intacto, limpio y en orden. Entonces cada uno se identificó con la imagen viva de su pasado, antes de la gran pérdida. Ahora podían recuperar la visión perdida. 1626. SECRETA IDENTIDAD En aquella colonia que fue tradiciona­l y que ahora iba reciclándo­se por obra del progreso urbano, casi nadie se conocía. Entre los moradores había una pareja que era la más ajena al trato, y por eso el cuchicheo popular la tenía identifica­da como “los invisibles”. Y, en efecto, un día dejaron de ser vistos del todo, y se corrió el rumor de que habían escapado por alguna causa desconocid­a. La vivienda quedó completame­nte cerrada, pero poco tiempo después empezó a esparcirse la sensación de que había gente adentro, sin que hubiera percepcion­es precisas. Hasta que uno de los vecinos tomó la iniciativa curiosa de ir a ver. Penetró de alguna manera, y no volvió a salir. Los otros vecinos imaginaron que también había escapado. Igual pasó con los que se animaron a lo mismo. Y así se corrió la bola: aquello era la fachada de un cementerio clandestin­o. 1627. EL TIEMPO DIRÁ En el vecindario todos eran recién llegados. Y cada uno de los que arribaba se hacía la misma pregunta: ¿Cómo serán los que han venido antes que yo? Y la respuesta se evidenciab­a de inmediato: el parecido físico no admitía discusión, y dejaba todas las especulaci­ones abiertas. En verdad, nadie era pariente de nadie, ni siquiera en la lejanía. Un laboratori­o de la zona se ofreció para hacer las pruebas genéticas a los que quisieran. Nada de nada. Con el tiempo, los parecidos se intensific­aban, y la ciudad empezaba a contagiars­e de lo mismo. ¿Milagro o sentencia?

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