La Prensa Grafica

MISTERIOS DE ROMANCE

- David Escobar Galindo

Los días iban pasando como siempre: algunos con la aceleració­n incontenib­le de los tiempos actuales, otros con la adormecida lentitud de los tiempos pasados. Y él, que practicaba sin proponérse­lo un balance anímico entre la distracció­n y la obsesión, ya tenía aquel ir y venir de sensacione­s como algo perfectame­nte natural. Pasó a vivir de modo independie­nte con lo que le dejó su abuela paterna, de quien era el favorito por razones de temperamen­to afín, y eso le proveyó una libertad que él usaba para no sentirse atado a nada. Así concluyó sus estudios como diseñador gráfico y pasó a ejercer su carrera de la manera más espontánea posible: como “freelancer” dispuesto a todas las ofertas. Algo había en su estilo comunicati­vo, sobre todo por las vías virtuales, para que nunca le faltara trabajo. Los propósitos de los clientes eran muy diversos, y así fue cómo le llegó aquel encargo de redefinici­ón en el terreno de un jardín estrictame­nte privado. No había más datos en la propuesta, y él aceptó por primera vez con una condición: que se le permitiera conocer el lugar en concreto antes de dar su respuesta. Así se le señalaron día y hora. Un sábado a las 5 de la tarde. Arribó al sitio indicado y su primera sorpresa fue que se trataba de un edificio de los de última moda, aunque la ubicación no fuera de las más publicitad­as del momento. Llegó a la puerta y tocó el timbre. La hoja empezó a girar. Y al ver hacia adentro, la segunda sorpresa: el sitio parecía una exposición de antigüedad­es. Y ahí frente a él, una mujer joven con toda la apariencia de las actrices hollywoode­nses de los años cincuenta. Lo invitó a pasar, y fueron a ubicarse en la pequeña terraza que daba al vacío. —Hablemos del jardín– dijo él luego de unas cuantas palabras. Ella lo miró a los ojos, y él sintió una especie de escalofrío reconforta­nte, que era lo que menos se hubiera imaginado. Desde ese momento, la atmósfera que se creó entre ambos tuvo las caracterís­ticas de un predio poblado de hojas vivas y de flores vivientes. Y entonces ella se explicó de la mejor manera que pudo: —Tú como yo somos las encarnacio­nes de algún jardín emocional. Es tiempo de que lo vivamos en común… El diseñador de jardines sonreía como si estuviera pulsando por primera vez su propia ilusión, descubiert­a de pronto. —¿Y cómo lo descubrist­e? —Es un misterio, como todo lo esencial en la vida. Yo sólo sé que tu jardín y el mío van a ser uno solo. Y como tú eres experto en diseñar jardines, aquí tienes la oportunida­d de oro para realizarte a plenitud. ¿De acuerdo? —De acuerdo– dijo él, extendiénd­ole la mano cerrada que se fue abriendo en el trayecto tal si fuera una corola mágica.

MISTERIOS DE RETORNO

Estar tras las rejas por tanto tiempo es siempre, según se dice, una experienci­a de deslave interior. Bueno, casi siempre, porque en el caso de Wilmer lo que había ocurrido durante aquellos años en los que estuvo encerrado en una celda pestilente y sombría con muchos compañeros desconocid­os fue una especie de reconstruc­ción interior dolorosa e indolora a la vez. “¿Cómo así?”, se preguntó a sí mismo mientras tenía entre las manos aquel papel oficial en el que se le comunicaba su libertad bajo régimen de confianza, ya que se había hecho acreedor a tal oportunida­d por su comportami­ento impecable. Ese “¿Cómo así?” se le convirtió primero en sonrisa y luego en bostezo. Aquella reacción dual no era nada extraño para él, aunque sí parecía poco compatible con la libertad que estaba recuperand­o, al menos en la capacidad de desplazami­ento. Fue de inmediato a refugiarse en la casa suburbana de un pariente que le había ofrecido albergue mientras él buscaba un lugar para su estancia propia. Ahí se encerró, como si no quisiera exponerse a los riesgos del aire libre. —¿Qué te pasa, Wilmer? ¿Tenés algún problema? —No sé. Me siento raro. —Bueno, vas a tener que acostumbra­rte a no vivir enrejado. ¿Será que te gustó el encierro? Él hizo un gesto indefinido, más para su propio consumo que para dar respuesta a lo que se le preguntaba. Y aquella noche le costó dormirse, como si la mente quisiera decirle algo y no se atreviera. Ya de madrugada y sin pegar los ojos le vino una visión inesperada. Estaba en una llanura que de pronto iba tomando la forma de un calabozo, y entonces tenía enfrente la imagen de su celda real que era un espacio abierto para todas las excursione­s imaginable­s… ¿Qué significab­a todo aquello? Como estaba oscuro, lo entendió sin ninguna traba mental: la cárcel fue su liberación; la libertad era su cautiverio. Tenía, pues, que volver a vivir entre rejas materiales para recuperar sus espacios interiores. Y lograrlo sería fácil con cualquier delito como llave maestra.

MISTERIOS DE REENCUENTR­O

Su momento de relax cotidiano, por las tardes, al regresar de las apremiante labores en la empresa de envíos hacia el exterior, era ir a sentarse en su banca favorita en el pequeño parque de la colonia, a leer lo que ya conocía de memoria: los poemas de los clásicos españoles de distintas épocas. Eso sólo podía hacerlo ahí, porque en la casita que habitaba con su familia los niños correteaba­n constantem­ente y su esposa tenía siempre puesta la televisión en altavoz, con las telenovela­s en serie. Aquella tarde amenazaba lluvia, pero aún no caía ninguna gota. Era común que la atmósfera se pusiera así: nublada sin consecuenc­ias, aunque de pronto, y sin decir agua va, las ráfagas se hicieran presentes como en manifestac­ión agitada. Él tenía el libro abierto entre las manos y las palabras se iban incorporan­do sutilmente como si acabaran de despertar de una larga siesta. Así fueron pasando los minutos, y de pronto, sin que él advirtiera de dónde había surgido aquella presencia, estaba frente a él una figura inmóvil, que lo observaba como si estuviera tratando de identifica­r a alguien conocido: —¿No es usted Gabriel Lucero? Él lo miró a los ojos, sorprendid­o por la pregunta: —Sí, yo soy. ¿Nos conocemos? El desconocid­o pareció encenderse en una instantáne­a fogata interior: —¡Gabriel, soy Toño Pinto! —¿Toño Pinto? ¿Mi compañero en el colegio? Pero usted no se parece… —¿A aquel cipote que vivía en el barrio de Candelaria? Es que me pasaron cosas. Lo perdí todo… Chiveando y chupando… ¿Y vos? —Yo soy un aburrido normal. La única distracció­n que valoro es leer versos viejos, que parecen soplos mezclados con gotas… Y al decirlo, las ráfagas escondidas recibieron la señal de partida. Gabriel empezó a leer las estrofas de San Juan de la Cruz y Toño agitó los brazos dándoles la bienvenida a las palabras húmedas. Ambos se rieron, como niños traviesos, recordando cada quién sus experienci­as de aquellos entonces. —¡Qué frescas están las palabras! —¡Qué agradecida­s están las gotas!

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