Lo que tenemos por delante es reconocernos como nación con todas las responsabilidades que eso trae consigo
El Diccionario de la Lengua Española nos presenta sencillas definiciones del término “nación”. La primera de ellas dice: “Conjunto de los habitantes de un país regido por el mismo gobierno”. La segunda: “Territorio de ese país”. La tercera: “Conjunto de personas de un mismo origen y que generalmente hablan un mismo idioma y tienen una tradición común”. Dos conceptos surgen de inmediato de lo dicho: el concepto de comunidad y el concepto de unidad. La nación, entonces, es lo que integra y lo que une, con todas las derivaciones intelectuales y emocionales que eso trae consigo. Esto que nos dice el Diccionario es, entonces, a la vez, un reconocimiento y una invitación: el reconocimiento de la identidad y la invitación a sentirla y a vivirla como algo profundamente propio. No hay ser humano que se quede flotando en el aire después de nacer: todos somos seres de arraigo, de cualquier forma que éste se manifieste, y así lo experimentamos pese a que casi nunca tomamos el debido cuidado de ello.
Por lo dicho hace un instante, la nación es el espacio físico y anímico en el que estamos destinados a arraigar, aunque no siempre se den las condiciones propicias. Volveremos sobre este punto. Ahora nos toca referirnos a otro contenido del término “nación”: eso que tan a la ligera se conoce como destino, y que en verdad es la esencia de nuestro estar en el espacio y en el tiempo correspondientes a cada quien. La palabra “destino” trae de la mano todos los alientos de la autorrealización, y entonces se van abriendo las cortinas más profundas de la conciencia, para tener acceso a los trasfondos del ser, que es donde se van acumulando todos los testimonios de lo que llamamos nuestro paso por el tiempo. Y aquí hay que hacer siempre un ejercicio dilucidatorio que se concreta en una pregunta: ¿Somos nosotros los que pasamos por el tiempo o es el tiempo el que pasa por nosotros?
De seguro somos seres de ida y vuelta, y el tiempo es sólo el conductor de nuestro vehículo existencial. Al ser así, lo que nos toca como entes vivos personalizados es autorreconocernos en cada momento de nuestra vida, y así ir armando el proceso propio, que es el que puede llevarnos hacia las metas congruentes con lo que somos y con lo que aspiramos a ser. Todo eso necesita tanto un escenario interno como un escenario externo, de cuya armonización constante depende que se le haga posible a cada quien ir haciendo que la existencia propia despliegue todas sus posibilidades en el tiempo que está a la mano. Al generalizarse colectivamente tal ejercicio de vida estamos ante lo que podemos llamar conglomerado consciente, o, en término más preciso, nación asumida como tal.
Dadas las condiciones que, con las variantes propias de cada momento histórico, se han presentado de modo sucesivo en el país, los salvadoreños tuvimos siempre la tentación, la ilusión y la necesidad de ir en busca de otros horizontes. Esto hizo que nos caracterizáramos como país de emigración; y lo recalcamos para que no se crea que emigrar es para los salvadoreños un fenómeno reciente. En nuestro caso, emigrar ha sido ir en busca de espacios para prosperar; y eso se subraya cuando nuestra emigración tomó la ruta del Norte más desarrollado, en caudales sin precedentes. Al ser así, surge otro fenómeno: la afirmación nacional desde el exterior. La Patria está hoy más presente allá que aquí. La lejanía nos genera cercanía. Paradoja ideal.
La nación, pues, se universaliza a la luz de los despliegues globalizadores. Así son los efectos del dinamismo que circula por los todos los ámbitos del acontecer presente. Un dinamismo potencialmente humanizador, que desde luego hay que saber manejar para que no se pierda en el camino, como ha ocurrido con impulsos del pasado. La comunicación expansiva, obra del galopante desarrollo tecnológico, es el vehículo más estimulante para que los seres humanos tengamos potencial acceso a todos los conocimientos imaginables. Y en el caso de El Salvador esa es una ventana de oportunidades que parece regalo providencial.
La nación salvadoreña necesita ser reconocida como tal, en los sentires y en los hechos, por todos los que formamos parte de ella. Es, como decíamos, una nación en tránsito global, y en tal condición tenemos que reasumirla, con responsabilidad y con amor, como es siempre natural hacerlo, y ya no se diga en las circunstancias actuales. Responsabilidad y amor: las dos caras de una misma moneda, la moneda de la pertenencia profunda, que es la que vale. Somos salvadoreños, y debemos serlo hasta el fondo de la última neurona.
NO HAY SER HUMANO QUE SE QUEDE FLOTANDO EN EL AIRE DESPUÉS DE NACER: TODOS SOMOS SERES DE ARRAIGO, DE CUALQUIER FORMA QUE ÉSTE SE MANIFIESTE, Y ASÍ LO EXPERIMENTAMOS PESE A QUE CASI NUNCA TOMAMOS EL DEBIDO CUIDADO DE ELLO.