No sólo hay que pensar en los resultados que salgan de las urnas sino, sobre todo, en las garantías para una gobernabilidad eficaz
Los salvadoreños estamos enfrentados hoy a un reto histórico de extraordinaria trascendencia: salvaguardar nuestro proceso democrático por medio de una muy compleja decisión en las urnas cuyo resultado definirá qué partido y qué fórmula competitiva tomarán las riendas del proceso nacional en los años que van de 2019 a 2024. Aunque esta elección se enmarca en las formas establecidas por la legislación vigente, y en tal sentido es un acaecer normal como los anteriores de la misma naturaleza, lo que en verdad tenemos hoy como encargo y como objetivo es una decisión con características muy propias. En primer lugar, está en juego la suerte del sistema partidario, porque ya no es sólo una competencia entre fuerzas tradicionales; y en segundo lugar, tenemos una prueba muy clara frente a lo que busca y reclama la ciudadanía como rumbo de país.
Ahora hay dos fechas que tienen una trascendencia muy relevante para el futuro del sistema y para la suerte inmediata de los salvadoreños: el 3 de febrero de 2019, cuando los ciudadanos expresaremos nuestra decisión en las urnas, y el 1 de junio de ese mismo año, cuando la nueva Administración entrará en funciones. En este momento, y dadas las expectativas tan acuciantes que se mueven en el ambiente, la primera de esas fechas es la que gana toda la atención; pero, en el plano más analítico, hay que darle el relieve que corresponde al momento en que la próxima gestión gubernamental iniciará su trayectoria.
Y es que no basta obtener el triunfo en los comicios, con los matices y las cifras que sea, ya que lo más importante para el país y para su proceso es que la gobernabilidad pueda ser activada de veras, conforme a lo que permiten las condiciones de la realidad en esta precisa coyuntura. Si algo ha sido una limitación permanente del desempeño público en los tiempos más recientes ha sido la incapacidad del sistema político para abrirle espacios a una gobernabilidad que pueda funcionar como tal; y las consecuencias de ello están a la vista en las distintas fallas y distorsiones que nos aquejan.
Confiamos en que los retos que se han activado en el curso de la competencia electoral que está en movimiento con características sin precedentes sirvan como estímulo para que los distintos actores nacionales se decidan por fin a poner todo lo que a quien le corresponde para que nuestro proceso evolutivo gane solidez y credibilidad en la medida adecuada. Entendamos todos que la competencia política no es batalla en el ring sino juego de contrastes con propósito constructivo, y así tendría que enfocarse y manejarse para que haya perspectivas ciertas de salir adelante en todos los temas y problemas que aguardan tratamientos y soluciones.
Estamos en plena campaña, y en el poco tiempo que falta para llegar al 3 de febrero las ansias de prevalecer en las urnas se impondrán sin duda sobre todo lo demás; pero, aunque así sea, tenemos que insistir en el imperativo de lograr que a partir de ese momento, y sean cuales fueren los números resultantes, busquemos en conjunto la viabilidad del ejercicio que viene, ya que de eso depende que el país pueda moverse en función de una prosperidad que ya no admite dilaciones.
SI ALGO HA SIDO UNA LIMITACIÓN PERMANENTE DEL DESEMPEÑO PÚBLICO EN LOS TIEMPOS MÁS RECIENTES HA SIDO LA INCAPACIDAD DEL SISTEMA POLÍTICO PARA ABRIRLE ESPACIOS A UNA GOBERNABILIDAD QUE PUEDA FUNCIONAR COMO TAL.