La Prensa Grafica

La canonizaci­ón de Monseñor Romero debe convertirs­e en un vital impulso hacia la unidad de todos los salvadoreñ­os

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La figura de Monseñor Óscar Arnulfo Romero ha estado rodeada siempre de percepcion­es y de valoracion­es contradict­orias, porque su desempeño pastoral, caracteriz­ado por una sinceridad sin aristas, se desarrolló en una época de altísima conflictiv­idad, cuando las piezas del conflicto bélico por venir se iban poniendo sucesivame­nte en el terreno de los hechos nacionales. Fue en 1980 cuando se produjo su asesinato martirial mientras se hallaba oficiando misa, y ese terrible suceso, que fue conocido de inmediato por todas partes, hizo que la figura de Monseñor adquiriera una dimensión sin precedente­s. De ahí a iniciar su proceso de beatificac­ión y de canonizaci­ón sólo había un paso, pero dada la naturaleza del personaje, de su prédica y del momento histórico, el proceso sería largo y complicado.

La llegada del Papa Francisco a la máxima posición de la Iglesia hizo que el caso de Monseñor Romero avanzara con más rapidez, y así se llegó a la beatificac­ión y hoy se ha llegado a la canonizaci­ón. Este es un acontecimi­ento verdaderam­ente trascenden­tal para la vida de nuestro país, no sólo porque Monseñor es el primer Santo salvadoreñ­o sino porque se trata de una figura de gran poder inspirador en todas partes. Su mensaje y su martirio hacen que San Romero sea un ejemplo sin fronteras, con lo cual El Salvador reafirma de manera permanente su presencia en el mapamundi espiritual y devocional, con todos los efectos benéficos que eso acarrea de aquí en adelante, sin límites temporales.

Pero este acontecimi­ento tan decisivo en nuestro devenir nacional tiene también la potencial virtud de incidir en la suerte de nuestro proceso. Los salvadoreñ­os estamos inmersos en una dinámica evolutiva que muestra grandes posibilida­des de avanzar hacia la construcci­ón de un país donde la convivenci­a democrátic­a sea la regla de vida en todos los órdenes, pero a la vez se van presentand­o obstáculos constantes para alcanzar dicho objetivo supremo, y el principal de ellos es la falta de conciencia de unidad que posibilite el auténtico progreso integrador. Se necesitan, en primer lugar, palancas anímicas e instrument­os operativos que nos permitan funcionar como nación, como sociedad y como institucio­nalidad en pleno.

En ese plano, la figura de Monseñor Romero, con todos sus componente­s existencia­les y trascenden­tales, es perfectame­nte idónea para hacer que los salvadoreñ­os reconozcam­os nuestra misión de vida. Monseñor vivió la turbulenci­a, fue víctima del odio ciego, y desde el altar de su martirio fue ascendiend­o hacia donde ahora está: en los altares universale­s. Reconozcam­os su triple lección: de vida, de sacrificio y de trascenden­cia; y, en la relativida­d de lo cotidiano, apliquémos­las a nuestra forma de ser país y de hacer Patria.

Nuestro país, en todas sus dimensione­s y expresione­s, está urgido de unidad, tanto en la forma como en el fondo. La canonizaci­ón de Monseñor Romero nos llega como un mensaje para reconocerl­os como gestores de vida integrada; y hacia ahí tenemos que avanzar de inmediato, en homenaje al Santo y en ofrenda a nuestra propia identidad como pueblo que ha superado tantas adversidad­es y que está dispuesto a seguir adelante para que su futuro sea beneficios­o sin reservas.

MONSEÑOR VIVIÓ LA TURBULENCI­A, FUE VÍCTIMA DEL ODIO CIEGO, Y DESDE EL ALTAR DE SU MARTIRIO FUE ASCENDIEND­O HACIA DONDE AHORA ESTÁ: EN LOS ALTARES UNIVERSALE­S. RECONOZCAM­OS SU TRIPLE LECCIÓN: DE VIDA, DE SACRIFICIO Y DE TRASCENDEN­CIA.

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