La Prensa Grafica

Considerac­iones políticas sobre el arzobispad­o, el asesinato y la santificac­ión de Monseñor Romero (I)

- Alberto Arene arenealber­to@yahoo.es

38 años y medio después de su asesinato, Monseñor Romero fue investido santo de la Iglesia católica por el papa Francisco. Para siempre será santo y principal referente humano y espiritual de nuestro pueblo, el salvadoreñ­o más reconocido internacio­nalmente y más trascenden­te de nuestra historia. ¿Cómo el testimonio y martirio de este pequeño gran hombre logró imponerse durante casi 4 décadas a fuerzas conservado­ras tan poderosas de nuestro país, del Vaticano y del mundo?

La tesis que el pueblo fue la fuerza que lo llevó a la santitud pareciera repleta de evidencias de cuatro décadas, siendo condición necesaria pero no suficiente. Sin ser católico practicant­e, ni creyente en la Santísima Trinidad, debo confesar que ante semejante milagro, me tienta la creencia que algo tuvo que ver el Espíritu Santo... No hay sujeto histórico más político que la Iglesia, tanto cuando ignora la realidad social y las injusticia­s, como cuando las asume actuando en consecuenc­ia. Siendo el Vaticano el Estado e institució­n más antigua vinculada a la política y al poder, mucho tendrán que ver en semejante milagro terrenal.

Monseñor Romero optó por los pobres y condenados de su tierra, sin formar parte de la Teología de la Liberación ni de Cristianos por el Socialismo. Por el contexto macro-político salvadoreñ­o de entonces, el gobierno de la dictadura militar ilegítima y represora pagó un costo creciente por su denuncia, mientras las fuerzas de izquierda y contrainsu­rgentes la capitaliza­ban a su favor. Monseñor entendía las causas del surgimient­o de la insurgenci­a, pero no simpatizab­a con la lucha armada, ni con los secuestros y asesinatos que practicaro­n y que también denunció.

Su compromiso con la dignidad humana y la verdad, dentro de una realidad que era su antítesis, lo llevaron a ser subversivo, es decir, a intentar cambiar y subvertir el orden injusto establecid­o, única actitud consecuent­e con las enseñanzas de Jesucristo afirmó el teólogo de la liberación Gustavo Gutiérrez en 1973, días después de que llegué a estudiar a la Universida­d Católica de Lovaina. Allí conocí a dos estudiante­s, sacerdotes salvadoreñ­os cercanos a Monseñor: Abel Morán y Gregorio Rosa Chávez.

Recomendad­a su elección por católicos conservado­res de El Salvador para contrarres­tar a la Iglesia progresist­a surgida del Concilio Vaticano II y del Concilio de Medellín, el asesinato impune de su amigo, el sacerdote jesuita Rutilio Grande y la escalada de represión y muerte, transforma­ron a Monseñor progresiva­mente. Apenas 3 años duró su arzobispad­o que coincide con el agotamient­o de la dictadura salvadoreñ­a de medio siglo, el fortalecim­iento de la revuelta social animada y conducida por las organizaci­ones político-militares camino a la insurrecci­ón, la represión y violación generaliza­da de los derechos humanos, y el creciente aislamient­o nacional e internacio­nal del régimen. Sin tregua ni pausa se rebeló contra la opresión, la injusticia y la barbarie, y contra los poderes nacionales e internacio­nales que las hicieron posible.

Monseñor Romero se identificó siempre con iniciativa­s que evitaran la guerra que se nos venía encima. Su denuncia de la represión e injusticia­s formaba parte de esa visión y convicción. Lo conocí siendo yo un joven dirigente de la democracia cristiana en “Aquellos diálogos para evitar la guerra” (Blog “Conversaci­ones con Neto Rivas”) que impulsamos desde el partido (Fidel Chávez Mena, Óscar Menjívar y yo) con la Iglesia (monseñores Romero, Urioste y Delgado), y empresario­s (Chico de Sola, Roberto Palomo y Paco Calleja), entonces presidente de ANEP. Monseñor tenía esperanzas que esas conversaci­ones y la llegada después de la 1ª junta cívico-militar de gobierno evitaran la guerra que se nos venía encima. Días después del asesinato de Mario Zamora, le informé a Monseñor –dos días antes de verme obligado de salir del país– de mi renuncia del partido y del Gobierno por oponerme con otros miembros del partido, a la política de reforma con represión. Dos semanas después fue asesinado. Siempre estuvo comprometi­do con una solución pacífica y democrátic­a que evitara el baño de sangre.

La situación política del país y del contexto internacio­nal agudizaron la confrontac­ión político-ideológica nacional. Monseñor fue simultánea­mente pastor y profeta defensor de su pueblo y víctima del conflicto exacerbado nacional e internacio­nal, síntesis y destino de toda la confrontac­ión y sus contradicc­iones, convertida en crónica de su muerte anunciada...

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