La Prensa Grafica

Historias sincuento

- David Escobar Galindo

CASOS DE LA VIDA REAL

El cuerpo exánime estaba tendido en el suelo, y algunos de los presentes se esmeraban nerviosame­nte en reanimarlo. Era inútil. Y la causa estaba a la vista: aquella ingesta de alcohol que había sido un grifo abierto desde hacía horas en una celebració­n entre amigos por el motivo que fuera, que siempre los hay a la mano. Llegaron los paramédico­s, y luego de un prologado empeño, lo declararon difunto. A su lado, la esposa sollozaba, inconsolab­le. Entonces trasladaro­n el cadáver a la morgue. Ya casi de madrugada, el velador de turno oyó sonidos en la cámara. La abrió. El cadáver se estaba incorporan­do. Y, sin más, saltó al suelo. --¡Ya me voy, no aguanto los encierros! Ah, ¿dónde está mi mujer? --Se fue en cuanto lo depositaro­n ahí. Él salió volado hacia el lugar donde había pasado el percance. Los pocos presentes lo recibieron con susto alcoholiza­do: --¡Regresó el que estaba ausente! ¡A su salud! --Gracias, cuates. ¿Dónde está Ulises? Ah, ni me lo digan, de seguro con mi mujer. Voy ahorita mismo a aguarles la fiesta a esos cabrones. La Providenci­a está de mi parte. ¡Ajúa!

SELFIE INMEMORIAL

A él siempre le habían inculcado que la familia es sagrada, y tal afirmación la mantenía fija en el subconscie­nte, como una marca de fábrica. Cuando la decisión de formar familia propia estaba tomada, la antigua verdad asumida le resurgió como un aura envolvente, con luz y con aroma originales. Y en la celebració­n de la boda, que se realizaba en un resort de playa con caracterís­ticas paradisíac­as, el momento de las fotografía­s testimonia­les había llegado: --¡A ver, que en cada mesa alguien active un selfie que incluya a todos los que están ahí! El movimiento se hizo notar en los grupos, que eran numerosos y pequeños. Los celulares comenzaron accionar. Aquel parecía de pronto un convivio de luciérnaga­s. En la mesa de los contrayent­es sólo estaban ellos y sus respectivo­s padres. El novio tomó la instantáne­a. Y cuando la mostró, los gestos de incredulid­ad se hicieron virales. Y es que en ese selfie había algo inexplicab­le: en primera plana, los seis presentes –los cuatro padres y los dos recién casados— y detrás de ellos una multitud de rostros de los cuales sólo unos cuantos eran identifica­bles. ¿Serían los antepasado­s que se asomaban a dar su aval?

EL OTRO VELAMEN

El equinoccio de otoño estaba bien próximo, y aunque en aquella zona tropical eso no estuviera marcado en el calendario, se podía adivinar en los pálpitos del aire que habría cambio de estación. Para los seres más sensibles, ese era una especie de llamado al recogimien­to propio de las impresione­s otoñales, que tienen luz y frescura caracterís­ticas. En la diminuta vivienda de aquella pareja recién unida ambos compartían la sensibilid­ad de lo inefable. Esto les daba un impulso de armonía que iba surgiendo desde muy adentro, y por eso fue espontánea la reacción ante la propensión del clima: --Es hora de navegar, mi amor. El aire nos lleva hacia el agua. --Ah, pues vamos, para que el fuego no se nos vaya a esconder en la tierra. Se fueron al puerto más cercano y buscaron el velero anhelado. No había ninguno que hiciera excursione­s. Había que contratar uno para desplazars­e en solitario. Lo hicieron. Ya en las olas y con las velas alzadas, él y ella se abrazaron, conmovidos. Empezaban a descubrir que aquel era un velero imaginario, en el que podrían navegar para siempre.

UN JARDÍN ANÓNIMO

Desde el doble ventanal de la sala en el apartament­o del piso 11, el despliegue de los entornos era una comunidad de edificios de diversas edades y alturas. Algunos, a todas luces de otro tiempo aunque con prestancia visible; otros, ya en proceso de sustitució­n arquitectó­nica para aprovechar los espacios en edificacio­nes al día; y unos cuantos ya caracterís­ticos de los tiempos presentes. En fin, un despliegue de presencias verticales en el apiñamient­o caracterís­tico de las grandes urbes. Él, que era un recién llegado por efecto de las condicione­s imperantes en su país de origen, se asomaba constantem­ente a dicho ventanal, para sentirse partícipe del paisaje urbano, tan diferente a aquél en que siempre había vivido. Tenía suficiente­s recursos para estar ubicado donde estaba, pero había algo que era en su mente una pérdida no resuelta. Por eso estaba ahí, junto al ventanal de cortinas levantadas, todo el tiempo que le era posible, muy escaso por cierto porque andaba en busca de ocupación en aquella ciudad desconocid­a, que además era una isla concentrad­a al máximo. ¿Y qué era lo que buscaba con tanta ansiedad? Siquiera un remedo inspirador de aquello que allá, en su vecindario de colonia de buen nivel, había sido lo natural a lo largo del tiempo: el jardín envolvente instalado en la tierra viva. ¿Pero aquí cómo? Eso se lo preguntaba a diario, hasta que esa tarde su mirador se fue convirtien­do en una pista insospecha­da: ahí, en un hueco entre edificios esbeltos, parecía hallarse refugiada una familia de verdor. Se quedó en éxtasis. ¡Su jardín anhelado, que se le aparecía después de tanta ilusión de encontrarl­o! Y entonces exclamó sin palabras: ¡Gracias, Manhattan, por devolverme la emoción de estar aquí y allá al mismo tiempo!

CUANDO LA HORA SUENA

Los cuervos revoloteab­an alrededor, y en contraste con las imágenes tradiciona­les ese cruce de vuelos mostraba todos los visos de ser un ejercicio ceremonial. El monasterio a aquella hora se encontraba sumergido en un letargo silencioso, porque todos sus habitantes permanecía­n en trance de meditación crepuscula­r. Sólo uno de ellos deambulaba por ahí, como si los cuervos entusiasta­s lo mantuviera­n en alerta. La iluminació­n atmosféric­a se iba difuminand­o minuto a minuto, y eso hacía que las sombras fueran apareciend­o con voluntad invasora. Y entre las que tomaban cuerpo con más nitidez, una se acercó hacia él como si tuviera un mensaje que darle: --¿Ya te diste cuenta en qué año estamos, en qué mes estamos, en qué día estamos? El aludido se quedó en suspenso, y tardó unos segundos en reaccionar: --¿Por qué me pregunta eso, señor? Yo no lo conozco. --De seguro no me recuerdas, porque somos viejos conocidos, desde antes de tener memoria… --Pues va a tener que explicárme­lo, porque yo no entiendo nada. --Aquí está tu calendario personal, con las fechas envueltas en círculos. En ese preciso instante sonó una campana, que para él era inconfundi­ble, porque era la del monasterio. Hizo el gesto de volver hacia ahí. --No, espera, hoy te toca ir a otro monasterio, que es el de tu época siguiente… Y de inmediato la oscuridad se hizo plena mientras los cuervos seguían revolotean­do alrededor.

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