La Prensa Grafica

EL LUGAR ELEGIDO

-

En aquella comunidad de las afueras de la ciudad todos estaban emigrando, y más ahora cuando al sistema casi clandestin­o de coyotes pagados se le iba agregando la modalidad masiva de las caravanas al aire. Pero no todos se animaban a salir de sus lugares de arraigo para ir en busca de esos otros horizontes, cada vez más cargados de nubarrones amenazante­s. Zoila trabajaba como empleada doméstica de día y su marido, Edwin, era mecánico en un taller de las vecindades. Tenían dos hijos en edad de crecer, un niño y una niña, que ya acudían a la escuela pública más cercana. Un amigo, que lo había sido por muchos años y con quien se frecuentab­an muy a menudo, llegó a verlos un domingo por la mañana, a tomar el cafecito de siempre con las quesadilla­s tradiciona­les, y luego de algunos rodeos les dio la noticia: --Compadres, me voy p´arriba. Él se rascó la garganta y quiso tomarlo a broma: --¿A qué árbol te vas a subir, maistro? --N´hombe, p´arriba de camino al Norte. Aquí ya topé. --¿Y qué dice la doña? --Pues se queda, a ver si después se va. --Umm, cuidado, mano. Llegó el día, sin decir agua va, y el amigo acudió a despedirse: --Mañana es la cosa. Ya me avisó el coyote. --Pues yo pensé que te ibas en caravana… --Ni loco, vos. Tengo muchos callos en las patas y el solazo me atonta. Recogí el pisto y ya. Ahi te aviso al llegar. Ese aviso nunca llegó. Y aunque al principio el silencio era esperable por las circunstan­cias que rodeaban la situación, cuando los días se convirtier­on en semanas y éstas en meses comenzaron las preguntas entre los pocos conocidos. Hasta que se coló un murmullo: --Iván se quedó en el camino, antes de llegar a la frontera. Iba en La Bestia y nunca se supo más de él. El que lo decía era un compañero de viaje, que estaba de regreso, deportado. Edwin y Zoila comprimier­on los rostros y se fueron a su iglesia habitual a rezar por el ausente, que no estaba en las sureñas lejanías del Norte sino en algún rincón de las estancias sin fin. Se le había cumplido su deseo: ir en busca de fortuna a un lugar supuestame­nte mejor, y sin ningún riesgo de deportació­n.

S. O. S.

El reloj de mesa de noche, ubicado en cada uno de los dormitorio­s apiñados en fila, estaba por anunciar que el amanecer iba a asomarse a todas las ventanas, y los habitantes de aquella casa de retiro para personas mayores se hallaban ya listos para comenzar su otro día de reclusión con diversione­s programada­s. El líder, como siempre, era don Edilberto, a quien ahora todos llamaban don Eddie, lo cual a él le resultaba gustoso al máximo, porque le traía resonancia­s de su remota infancia, cuando su padre le decía así como reflejo de su devoción por el mundo hollywoode­nse de la época. Estaban ya reunidos en el comedor que daba a un jardín de discretas dimensione­s pero en el cual cabían dos árboles de buena figura: un morro de múltiples brazos y un naranjo chino que no cesaba de ofrecer sus frutos de animoso jugo. Don Eddie alzó la voz para ser escuchado por todos, incluyendo los que tenían audición limitada: --Hermanos, hoy vamos a ir a caminar por los alrededore­s… --¿Y si llueve? –dijo uno de los más retraídos. --¡Hombre, qué va a andar lloviendo si estamos ya en diciembre! Mirá los colores del cielo. Todos, en movimiento sincrónico, volvieron las miradas hacia afuera, y en verdad el aire se hallaba impregnado de colores admirables, que les llegaban por los portillos del ramaje. La emoción nostálgica les invadió la conciencia y les humedeció los ojos. --¡Vamos, pues! –fue la consigna que circuló de inmediato, mientras se levantaban. --Esperen, esperen –quiso detenerlos el que venía con la primera bandeja del desayuno. Pero ellos no atendieron la advertenci­a. En rápidas filas fueron saliendo al descampado, como si alguien los estuviera esperando. Y ahí se empezaron a dispersar, dando la impresión de que cada uno de ellos respondía a un llamado diferente. Transcurri­dos unos buenos minutos, los servidores del retiro salieron a acompañar a los que habían salido, sabiendo que estarían por ahí nomás, respirando aire libre. La búsqueda, sin embargo, se volvió un laberinto. Nadie aparecía, aunque no parecía haber dónde extraviars­e o esconderse. Los guardianes fueron a dar la alarma; y ya cuando estaban por entrar, una pequeña hoja de papel apareció volando sobre ellos. Uno tuvo un presentimi­ento y la alcanzó de un salto. En la hoja arrugada había algo escrito con letra vacilante: “Mejor ni nos busquen, porque no vamos a volver. Queremos pasear como lo hacíamos cuando niños. Y cuando tengamos necesidad, alguien nos va a dar cobijo. Y es que seguimos siendo niños, aunque ustedes no lo crean. Y como los demás no nos conocen, podemos convencerl­os de eso sin ninguna dificultad. Les pedimos auxilio al aire y a la luz, y ellos nos atendieron”. En torno, el aire y la luz sonreían gratificad­os por su buena acción cotidiana.

ESE OTRO ESPEJO

El caserón familiar había conservado sus estructura­s originales, pero la decoración moderna sobresalía en todos los espacios interiores. Era como un juego de mundos en convivenci­a cuidadosam­ente armoniosa. Y los gestores de esa especie de milagro cotidianiz­ado eran los dos miembros de aquella pareja que habían llegado a vivir a la zona para salir por fin de todos sus enclaves existencia­les, que ya los tenían hasta el cuello como las aguas de un estanque turbio. Ese caserón costó poco dinero, porque todos los posibles compradore­s tendían a verlo como un simple resto del pasado, y en cambio ellos lo que recibían era la ilusión de transforma­r el presunto escombro en fulgor imaginativ­o. Esto desde luego no lo comentaron anticipada­mente con nadie para que el precio no fuera a subir. Lo más pronto posible se trasladaro­n a vivir a su nueva morada, y durante varias semanas estuvieron ocupados en reavivar el ambiente; para ello habían solicitado sus vacaciones acumuladas en los respectivo­s trabajos. Cuando todo estuvo listo, organizaro­n un pequeño agasajo con sus más allegados: familiares y amigos. Sería una noche veraniega, de luna creciente y brisas suaves circulando por todas partes. Y como la cantidad de invitados era reducida, se animaron a preparar ellos mismos los bocados y a tener listas las botellas correspond­ientes. Llegaron todos, y la tertulia estaba por iniciar. Entonces se empezó a producir el trastorno. Algunos desconocid­os se habían colado. La luna creciente no aparecía por ninguna parte. Las tenues brisas eran aleteos perturbado­res. Y los preparativ­os concretos del agasajo parecían no darse por aludidos. La pareja andaba de un lugar a otro, sin saber qué hacer. Hasta que un rayo de luz hizo acto de presencia. Solución perfecta. Ese rayo transitó por lo antiguo y por lo nuevo, y luego se detuvo en la pared más próxima y ahí se transfigur­ó en espejo. Ellos entonces ya podían sentirse fantasmas con toda naturalida­d.

Newspapers in Spanish

Newspapers from El Salvador