Tenemos que recuperar anímicamente el San Salvador de siempre para mantener vivo nuestro sentido de pertenencia ciudadana
Allá en la 23 Calle Oriente del Barrio San Miguelito, donde viví tantos años, descubrí la magia de una ventana abierta de día y de noche. Esos reflejos fueron y siguen siendo la cátedra que nunca dejaré de frecuentar, truene, llueva o relampaguee.
Los aconteceres nacionales tienen incidencia constante en la suerte de las expresiones materiales de la convivencia, y eso incluye desde luego a los conglomerados urbanos como los pueblos y las ciudades. El paso del tiempo va haciendo lo suyo, porque en la medida y al ritmo que la vida cambia lo hacen también los perfiles de la realidad visible; pero hay momentos y sucesos que inciden de manera particular en el fenómeno cambiante. En nuestro país, las décadas transcurridas desde allá por los años 60 del pasado siglo fueron trayendo situaciones que dejaron múltiples huellas en los diversos ambientes ciudadanos; y en San Salvador, que es el centro de la actividad del país, tales efectos se han hecho sentir con más intensidad y elocuencia. No se trata, entonces, sólo de poner en acción un ejercicio rememorativo mecánico, sino de tomar conciencia de que nuestros lugares de arraigo son también lugares de destino.
Allá en los años 70 se activó en el país el estado de cosas que sería el anticipo inmediato del conflicto bélico que estallaría en el terreno en 1980. Los hechos violentos, como secuestros y asesinatos provenientes de organizaciones que estaban alzándose contra el sistema, pusieron la nota más alarmante en aquellos momentos, y las señales de que podía avecinarse algo peor se hicieron sentir. La emigración desde el centro tradicional de San Salvador hacia zonas más altas tomó impulso; y aquello, que fue un movimiento impulsado por las circunstancias sin precedentes, hizo que se diera un rápido deterioro de ese antiguo centro, que venía siendo el corazón vivo de la ciudad desde épocas muy anteriores. Así San Salvador fue perdiendo sus referentes más entrañables, sin que las circunstancias permitieran parar aquel desprendimiento.
En ese marco de acontecimientos y de consecuencias se dio el creciente abandono de lo que es llamado “centro histórico”. Yo recuerdo con toda nitidez que allá en mis tiempos de infancia, en los años 50 del pasado siglo, era muy común oír decir con toda naturalidad que San Salvador era el París de Centroamérica. Esa expresión se fue volviendo cada vez más inverosímil, hasta desaparecer en el alboroto polvoriento de los sucesos posteriores. Y se pasó a considerar que San Salvador era un lugar desabrigado e inhóspito, en el que cualquier cosa podía ocurrir. Ha pasado el tiempo, y aunque otras formas de violencia prosperan a diario, también se hacen sentir los impulsos de recuperar la ciudad, y las iniciativas para ello están a la vista. ¡Ojalá!
Yo no soy originario de San Salvador sino de Santa Ana, la ciudad soñada y añorada; pero desde mis ocho meses de vida motivos familiares me trajeron a la capital y al Cantón San Nicolás de Apopa. Mi vida ha estado aquí siempre, sin ningún momento de huida. Y en toda circunstancia he vivido San Salvador como un devoto incansable. Esta ciudad tiene alma reconocible, y hay que acercarse a ella para recibir sus influjos. Allá en la 23 Calle Oriente del Barrio San Miguelito, donde viví tantos años, descubrí la magia de una ventana abierta de día y de noche. Esos reflejos fueron y siguen siendo la cátedra que nunca dejaré de frecuentar, truene, llueva o relampaguee.
Nuestro San Salvador continúa creciendo, ahora principalmente en línea vertical. Pero hay muchísimo por hacer para que todos los que nacieron aquí o se vinieron para acá por alguna causa logren una vida mejor. Hay que hacer que la ciudad reviva en pleno, hasta en su más escondido rincón. Ella, la ciudad en movimiento, ya no es el París de Centroamérica, pero seguirá siendo para siempre el París de nuestra memoria; y desde ahí continúa mirando anhelosamente hacia el futuro, que en verdad ya está aquí.
Me despido con una remembranza muy personal: cuando yo volvía a pie del colegio por la Calle de Mejicanos atravesaba la Colonia Santa Eugenia, que tenía casas con amplio jardín. En uno de los corredores estaba todas las tardes una señora sentada en su mecedora, y siempre me decía: “Adiós, chelito, nunca vayás a dejar de pasar frente a mi baranda”. Yo sólo sonreía. Pero lo he cumplido, y lo seguiré haciendo emocionalmente mientras viva.