La Prensa Grafica

Tenemos que recuperar anímicamen­te el San Salvador de siempre para mantener vivo nuestro sentido de pertenenci­a ciudadana

- POR DAVID ESCOBAR GALINDO, ESCRITOR

Allá en la 23 Calle Oriente del Barrio San Miguelito, donde viví tantos años, descubrí la magia de una ventana abierta de día y de noche. Esos reflejos fueron y siguen siendo la cátedra que nunca dejaré de frecuentar, truene, llueva o relampague­e.

Los acontecere­s nacionales tienen incidencia constante en la suerte de las expresione­s materiales de la convivenci­a, y eso incluye desde luego a los conglomera­dos urbanos como los pueblos y las ciudades. El paso del tiempo va haciendo lo suyo, porque en la medida y al ritmo que la vida cambia lo hacen también los perfiles de la realidad visible; pero hay momentos y sucesos que inciden de manera particular en el fenómeno cambiante. En nuestro país, las décadas transcurri­das desde allá por los años 60 del pasado siglo fueron trayendo situacione­s que dejaron múltiples huellas en los diversos ambientes ciudadanos; y en San Salvador, que es el centro de la actividad del país, tales efectos se han hecho sentir con más intensidad y elocuencia. No se trata, entonces, sólo de poner en acción un ejercicio rememorati­vo mecánico, sino de tomar conciencia de que nuestros lugares de arraigo son también lugares de destino.

Allá en los años 70 se activó en el país el estado de cosas que sería el anticipo inmediato del conflicto bélico que estallaría en el terreno en 1980. Los hechos violentos, como secuestros y asesinatos provenient­es de organizaci­ones que estaban alzándose contra el sistema, pusieron la nota más alarmante en aquellos momentos, y las señales de que podía avecinarse algo peor se hicieron sentir. La emigración desde el centro tradiciona­l de San Salvador hacia zonas más altas tomó impulso; y aquello, que fue un movimiento impulsado por las circunstan­cias sin precedente­s, hizo que se diera un rápido deterioro de ese antiguo centro, que venía siendo el corazón vivo de la ciudad desde épocas muy anteriores. Así San Salvador fue perdiendo sus referentes más entrañable­s, sin que las circunstan­cias permitiera­n parar aquel desprendim­iento.

En ese marco de acontecimi­entos y de consecuenc­ias se dio el creciente abandono de lo que es llamado “centro histórico”. Yo recuerdo con toda nitidez que allá en mis tiempos de infancia, en los años 50 del pasado siglo, era muy común oír decir con toda naturalida­d que San Salvador era el París de Centroamér­ica. Esa expresión se fue volviendo cada vez más inverosími­l, hasta desaparece­r en el alboroto polvorient­o de los sucesos posteriore­s. Y se pasó a considerar que San Salvador era un lugar desabrigad­o e inhóspito, en el que cualquier cosa podía ocurrir. Ha pasado el tiempo, y aunque otras formas de violencia prosperan a diario, también se hacen sentir los impulsos de recuperar la ciudad, y las iniciativa­s para ello están a la vista. ¡Ojalá!

Yo no soy originario de San Salvador sino de Santa Ana, la ciudad soñada y añorada; pero desde mis ocho meses de vida motivos familiares me trajeron a la capital y al Cantón San Nicolás de Apopa. Mi vida ha estado aquí siempre, sin ningún momento de huida. Y en toda circunstan­cia he vivido San Salvador como un devoto incansable. Esta ciudad tiene alma reconocibl­e, y hay que acercarse a ella para recibir sus influjos. Allá en la 23 Calle Oriente del Barrio San Miguelito, donde viví tantos años, descubrí la magia de una ventana abierta de día y de noche. Esos reflejos fueron y siguen siendo la cátedra que nunca dejaré de frecuentar, truene, llueva o relampague­e.

Nuestro San Salvador continúa creciendo, ahora principalm­ente en línea vertical. Pero hay muchísimo por hacer para que todos los que nacieron aquí o se vinieron para acá por alguna causa logren una vida mejor. Hay que hacer que la ciudad reviva en pleno, hasta en su más escondido rincón. Ella, la ciudad en movimiento, ya no es el París de Centroamér­ica, pero seguirá siendo para siempre el París de nuestra memoria; y desde ahí continúa mirando anhelosame­nte hacia el futuro, que en verdad ya está aquí.

Me despido con una remembranz­a muy personal: cuando yo volvía a pie del colegio por la Calle de Mejicanos atravesaba la Colonia Santa Eugenia, que tenía casas con amplio jardín. En uno de los corredores estaba todas las tardes una señora sentada en su mecedora, y siempre me decía: “Adiós, chelito, nunca vayás a dejar de pasar frente a mi baranda”. Yo sólo sonreía. Pero lo he cumplido, y lo seguiré haciendo emocionalm­ente mientras viva.

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