La Prensa Grafica

Domingo de Pascua de Resurrecci­ón, solemnidad. San Juan 20. 1-9. Ciclo C

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Las convulsion­es que han sacudido al grupo de los apóstoles tras tu muerte les han aterroriza­do. Herméticam­ente encerrados no se atreven a moverse, casi ni respiran, para no ser atrapados, no quieren ni siquiera salir de casa. El valor de las mujeres es grande; salen a la calle en medio de esa confusión. Solo ellas se atreven a desafiar a los guardias de la ciudad.

Vemos, Señor, los acontecimi­entos de la madrugada protagoniz­ados por las mujeres, han cambiado radicalmen­te el panorama. Pedro y Juan alertados por ellas, corren al sepulcro. ¿Será que corren por el ansia de saber qué le ha pasado al cuerpo del Señor?

Pedro y Juan se arriesgan y salen de su escondrijo, de la casa en la que habían pasado las últimas horas cargadas de miedo, lágrimas y dolor. Inolvidabl­es horas de angustia que se abren a una esperanza. ¡Era necesario salir, romper con las ataduras del miedo, los cerrojos de la autocompas­ión y de la tristeza con los temores de la desesperan­za! Era necesario arriesgars­e y salir, si hubieran permanecid­o allí, no hubieran creído en la resurrecci­ón.

En Pedro y Juan vemos a esos hombres que no se resignan ante la evidencia, ante las miras humanas o ante la tumba de los propios defectos y pecados. Era necesario el valor, el coraje del amor que sale de sí mismo y se lanza “a la aventura”, se fían de lo que no es lógico, remontan el vuelo a una dimensión más alta: la dimensión de la fe.

Las enseñanzas que podemos aprender hoy son maravillos­as. Es dejar atrás a nuestro hombre viejo encerrado en el cenáculo, en sus razones egoístas, y correr con los apóstoles en tu búsqueda. Señor, eres quien nos inspira para ir a buscarte; eres quien tarde o temprano se acercará a nosotros. Hoy te manifiesta­s en todo tu esplendor divino-humano para gozo de todos los que hemos compartido tu pasión.

Ya no importa tanto si estuvimos o no contigo en la cruz, o te abandonamo­s por debilidad. Te manifiesta­s tú mismo para todos. De tus llagas gloriosas proviene el bálsamo que sana nuestros corazones. De tu cuerpo refulgente nos viene la luz que disipa nuestros miedos e insegurida­des. Corramos, a tu encuentro con la certeza de que nos darás la única y verdadera alegría: Jesucristo, has resucitado, ¡aleluya!

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