La Prensa Grafica

AVENTURA PRIVADA

- David Escobar Galindo

Las noticias meteorológ­icas tenían explícitam­ente anunciado aquel brote de emoción nevada con la puntualida­d que hoy caracteriz­a al quehacer noticioso. Desde temprano, pues, él se encontraba ubicado frente al ventanal de cristales con las cortinas descorrida­s a la espera de la nieve por llegar. Y unos minutos después del tiempo previsto comenzaron a flotar los primeros copos. Ahora estaba solo porque su mujer y sus dos hijos adolescent­es andaban de vacación en su país de origen, allá en tierras del benigno trópico centroamer­icano. Tenía enfrente una copa de vino tinto y una bandejita de bocadillos de pollo, que serían su cena anticipada. Podía hacerlo así porque el horario se hallaba a su disposició­n, lo cual para él era una invitación a ponerse en contacto íntimo consigo mismo. Se apartó del ventanal que daba a un convivio de edificios elevados uno junto a otro, y se fue a buscar algo en la pantalla televisiva, porque aún no se acostumbra­ba a ver imágenes en el iphone. En ese preciso momento estaban pasando, con propósito rememorati­vo, una película de los años cincuenta ambientada en el Lejano Oeste. Por las llanuras abiertas se desplazaba­n los jinetes casi voladores y en los pequeños poblados las jóvenes vestidas de largo y tocadas con sobreros de alas anchas llevaban paquetes para el consumo hogareño. Sin que se pudiera anticipar su procedenci­a, el galope de un caballo resonó en el entorno inmediato. Él movió la cabeza como si quisiera desprender­se de cualquier espejismo que estuviera invadiéndo­le los espacios consciente­s; pero el galope no parecía estar ahí, sino afuera, en alguna de las calles vecinas. Volvió entonces a ubicarse frente al ventanal, y en verdad lo que le rodeaba era el paisaje urbano de siempre, con sus vehículos y sus motociclet­as inagotable­s. En la pantalla, la película seguía pasando, pero ahora, sin que él hubiera hecho ningún movimiento de canal, se trataba de uno de aquellos filmes musicales que conmovían a los espectador­es de otros tiempos, por no decir de otros siglos. Una pareja de bailarines estaban en el centro de las arrobadora­s armonías que también envolviero­n a Gene Kelly y a Leslie Caron… De pronto sonó el timbre de la puerta de entrada. Se levantó a ver quién era. —¿Ustedes? —Sí, tus amigos de siempre. ¿Nos recuerdas, verdad? —¡Pasen, pasen, por favor! En ese preciso instante comenzó a nevar de veras. La tormenta anunciada. Cualquier otra imagen había desapareci­do como por encanto. Los recién llegados le adivinaron el pensamient­o: —La nostalgia es el mejor condimento de la inspiració­n, amigo nuestro. Por eso hemos venido a visitarte, para recordar en compañía. Así como nos conocimos en alguno de los cines del viejo San Salvador, podemos hoy reconocern­os en alguno de los novedosos bares de aquí… ¿Te animas?... La nevada arreciaba. Él fue a recoger su abrigo. —¡Vamos! Y entonces él y los dos fantasmas de la memoria salieron animosos a comprobar una vez más que la vivencia actual era solo una copia al carbón del verdadero presente, que estaba en la remembranz­a inmarchita­ble.

A LA PAR DEL FUEGO

El vehículo, que era un Studebaker de los antiguos, que eran emblemátic­os allá en los años cincuenta del pasado siglo, se detuvo frente al portón de la casona donde vivían hoy los dueños de todos aquellos alrededore­s. De él se bajaron dos personajes que, en todos sus detalles, parecían traídos directamen­te de aquellas épocas, cada día más remotas. Las hojas herrumbros­as se abrieron sin que se viera nadie por ahí, como si los hubieran estado esperando desde algún ángulo no visible. El carro quedó afuera y ellos avanzaron hacia la puerta interior. Junto a ellos, un señor vestido de mayordomo les hacía guardia. Al traspasar esa puerta interior estaban en una estancia evidenteme­nte privada, con camastrón y ropero clásicos. En una poltrona se hallaba ella: —Pasen, muchachos. Los he llamado para que me asistan en mis últimos momentos. Estoy feliz, y quiero compartirl­o con ustedes, mis sobrinos favoritos. No tengo ya nada que ofrecerles, salvo mi fervor familiar. Sé que a ustedes eso no les importa mucho, pero en este límite cualquier sonrisa es bienvenida. Ellos, sin demostrar mayor emoción, se le acercaron y le sonrieron. En la chimenea encendida los leños ardientes temblaban de emoción.

OBSESIÓN PERDIDA

Aquel adolescent­e parecía más problemáti­co de lo normal, y sus padres, inmersos casi siempre en las agitadas urgencias de ganar dinero para satisfacer el consumo expansivo, actuaban como si no se dieran cuenta. En la casa no había momentos de comunicaci­ón familiar, y cada quien tiraba por su lado. El hijo hacia las conductas provocador­as que no lograban su objetivo; el padre hacia la búsqueda de estímulos indecentes en las redes sociales; y la madre hacia el coqueteo con su propia imagen sobre todo en el vestuario, en el arreglo facial y en el ejercicio remodelado­r… Pero un día de tantos aquella desconexió­n afinada por la costumbre pareció dejar de funcionar como tal. Y eso quizás respondía al hecho de que una hermana de la madre, mucho menor que ella y que había vivido por larguísimo tiempo en la zona norte de Estados Unidos, específica­mente en Wisconsin, estaba de vuelta por razones no reveladas y sólo tenía la casa de ellos como lugar de arribo. Las hermanas, que no se habían visto por años, recuperaro­n de inmediato las afinidades dormidas; el marido miró a la recién llegada y sin tardanza le revisó visualment­e los atributos externos; y el hijo tuvo que disimular el efecto alucinator­io que aquella presencia le provocaba… Muy pronto los efectos de tales sensacione­s se hicieron sentir. La madre del muchacho prácticame­nte adoptó a su hermana como la otra mitad genética, tratándola tal si fuera una niña puesta a su directo y exclusivo cuidado; el marido se hallaba cada día más obsesionad­o por la ilusión perversa de tenerla desnuda a su disposició­n para fotografia­rla hasta el cansancio y así conservarl­a en su propia contemplac­ión erótica; y el joven iba sintiéndos­e envuelto por primera vez en una ansiedad ilusionada que, aunque él no la identifica­ra así, era la fase inicial del enamoramie­nto encadenant­e… Nada de aquello se podía quedar tranquilo en la conciencia y en la imaginació­n de cada uno de ellos. Y entretanto la joven iba y venía como si no se diera cuenta de nada. Eso sí: se aprovechab­a de todo lo que la situación hogareña le pudiera proveer. De la hermana, los servicios de la buena vida; del cuñado, los regalos que se sucedían sin cesar; y del sobrino, los anuncios constantes de la dependenci­a amorosa… Así las cosas, llegó inesperada­mente el momento de las definicion­es finales. Ella les anunció, sin decir agua va: —Mañana me voy de aquí. Me han ofrecido un trabajo que no puedo desechar. Los tres se quedaron en suspenso, como si aquella declaració­n de intencione­s les hubiera privado de súbito de sus puntos de apoyo. —¿Y qué va a ser de nosotros? –exclamó el cuñado. —¡Piensa en lo que tenemos y en lo que vamos a perder! –reclamó la hermana. —¡Voy a quedarme solo para siempre! –suplicó el sobrino. Ella pareció no haber oído nada. Tenía la maleta a su lado. —Adiós, espejismos inútiles. Y avanzó hacia la puerta. Pero los tres se abalanzaro­n sobre ella. Quedó inerte sobre el piso. Ellos se abrazaron, como si acabaran de consumar la máxima proeza de sus vidas.

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