La Prensa Grafica

Un país que se silencia

ES IMPOSIBLE OLVIDAR A LAS VÍCTIMAS Y AL ABUSO. OLVIDAR SIGNIFICAR­ÍA CASTRAR PARTES QUE, AUNQUE DOLOROSAS, FORMAN LA VIDA Y EXPERIENCI­AS DE UNA PERSONA.

- NADINA RIVAS

Vivimos en un país que silencia sus tragedias y sus errores. Que se hunde en una violencia que inicia sutilmente con palabras y acciones que aparenteme­nte son inofensiva­s, pero que se desborda y se degrada con el paso del tiempo. La violencia que nos aflige también nos avergüenza porque se origina en los hogares y es ejercida por parejas, padres, madres y parientes. En esos espacios, en donde los niños y las niñas deberían aprender de protección, amor y respeto, lamentable­mente predomina el silencio y el ocultamien­to.

Esa violencia inicial proviene del sistema patriarcal que domina las creencias y las formas de operar de esta sociedad y del mundo desde hace milenios. El patriarcad­o tiene a la base la creencia de que un hombre puede dominar la tierra, a las mujeres y a sus hijos e hijas. Esto se traduce en control, autoritari­smo y violencia verbal, física y sexual; y se practica en los hogares trasladánd­ose luego a otros ámbitos de la sociedad. Quien niegue esto no conoce la historia, ni la inmensa cantidad de personas que han sufrido trauma a causa de esta forma de ver al mundo.

En los últimos 50 años, la psicología ha realizado importante­s avances acerca de cómo el trauma que no se habla y no se sana a través del cuerpo mantiene un control tóxico sobre la persona afectada y también sobre aquellos con los que se relaciona.

Frente al silencio el psiquiatra especialis­ta en el tratamient­o del trauma, Bessel Van Der Kolk manifiesta: “Creemos que podemos controlar el dolor y las afliccione­s emocionale­s, el terror o la vergüenza permanecie­ndo en silencio, pero el nombrar nos ofrece la posibilida­d de gestionarn­os de forma diferente… Si has sido herido, necesitas reconocer y nombrar lo que te sucedió… porque mientras mantengas secretos… estarás fundamenta­lmente en guerra contigo mismo”.

La salvadoreñ­a es una sociedad que, por lo general, evita sentir o recordar los momentos de dolor. Y a pesar de las recomendac­iones de psicólogos sociales acerca de la necesidad de reconocer y procesar las pérdidas, hemos hecho muy poco desde lo político, social y religioso, para ayudar a los ciudadanos a darle sentido a lo que hemos vivido en diferentes momentos trágicos de la historia del país. Es imposible olvidar a las víctimas y al abuso. Olvidar significar­ía castrar partes que, aunque dolorosas, forman la vida y experienci­as de una persona.

Lamentable­mente hacemos muy poco para comprender las razones personales y colectivas de la violencia y cómo esta ha carcomido la vida y el alma de buena parte de los ciudadanos. Somos una sociedad dañada, donde las heridas físicas logran sanarse, pero las marcas emocionale­s y mentales, que se expresan principalm­ente en el cuerpo con dolores y enfermedad­es crónicas, quedan latentes y listas a explotar a la menor provocació­n externa.

Los adultos nos relacionam­os desde esas historias pasadas que al no ser reconocida­s siguen controland­o, desde la sombra, nuestras vidas. Salir de ese esquema en el que se ejerce la violencia cotidianam­ente, donde golpear, abusar de menores y de mujeres, irrespetar las leyes y aprovechar­se de otros se perciben como símbolos de “audacia”, requiere de múltiples actores y acciones en todos los niveles de la sociedad.

Necesitamo­s darle sentido al pasado, nombrar el dolor, los hechos y las pérdidas, hacerlos parte de la historia viva del país y de cada familia. Solo así tendremos la oportunida­d de imaginar y narrar un nuevo y mejor futuro en el que podamos, en algún momento, iniciar la reducción de la violencia. Y desde el espacio externo avanzar y sanar la intimidad de los hogares. Señales claras de respeto a la dignidad de todos los salvadoreñ­os, sin distinción, es lo que necesita este país.ss

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