Atención integral a las personas con discapacidad: La deuda pendiente
El nuevo gobierno tiene la oportunidad de asumir un mayor grado de compromiso y respuesta ante las necesidades específicas de las personas con discapacidad, uno de los grupos más vulnerados por las viejas prácticas de exclusión, marcado por la pobreza, la violencia y la falta de oportunidades, y que por –lo tanto– requiere atención integral y medidas de equiparación para poder desplegar sus capacidades resilientes y sus competencias actuales y potenciales, considerando que viven en un entorno con barreras de acceso que van desde lo arquitectónico, hasta lo tecnológico y comunicacional, además de enfrentar la estigmatización social y la indiferencia política, constituyendo –todo esto– un bloqueo para el goce de los bienes jurídicos, económicos y sociales que define nuestra Constitución.
La atención integral a esta población es un asunto de alta ética política, que parte de “reconocer” la diferencia y la diversidad, además de comprender que la discapacidad está en el entorno, en el contexto y en las dinámicas propias de la sociedad, del mercado y del Estado, lo cual exige una “de-construcción” de la visión y lingüística que habla de invalidez, la discursiva que habla de caridad y altruismo y de la práctica política que responde con “ayudas”.
Reconocer la diferencia parte de comprender que hay diversidad en los tipos de discapacidad, y que en cada tipología hay dimensiones y características específicas –como en el caso del espectro autista– y que cada condición requiere una mirada profunda y una respuesta efectiva, extendida hacia las personas que están a cargo de su cuidado y que –por tal situación– también están en condiciones de exclusión. Lo que se exige –para este sector– es una Política de Estado que articule las capacidades nacionales con sus necesidades específicas; se requieren enfoques, criterios y acciones de nueva generación centradas en parámetros de justicia, equidad e igualdad, más que todo si se reconoce que hay doble vulneración cuando se habla de mujeres pobres, niños y niñas, jóvenes víctimas y personas mayores cuya condición de discapacidad los lleva al límite de la exclusión o mendicidad.
Una política seria, para este sector, se tomaría como tal si construye, fortalece o amplía la institucionalidad para atender sus demandas, si se asegura que esta institucionalidad esté revestida de autonomía técnica y de gestión, si se le asignan y garantizan suficientes recursos financieros, si se le dota de un nuevo marco jurídico y se amplía y fortalece la organización civil de y para personas con discapacidad.
Una política de Estado, para este sector, debería centrarse en la eliminación o reducción significativa de las barreras de acceso (urbanísticas, sociales, jurídicas, tecnológicas); debería enfocarse en prevenir seriamente la discapacidad y asegurar medidas efectivas de equiparación, rehabilitación e inserción, de manera que puedan acceder a las oportunidades del entorno en condiciones de equidad e igualdad y garantizar el disfrute mínimo de la vida autónoma en los contextos familiares, comunitarios, educativos y laborales.
Una prueba de compromiso político para este sector sería la creación de una unidad semiautónoma (desvinculada del Despacho Presidencial) o un viceministerio que asuma las responsabilidades de vigilancia y rectoría, generación de estadística y diseño de servicios públicos focalizados al sector, además de la promoción de un moderno sistema de evaluación, acreditación y certificación para el trabajo.
El gran compromiso –entonces– exige trabajar para transformar, para reivindicar y empoderar, asegurando una oportuna prestación de servicios de atención a la salud, la educación inclusiva, y la inserción laboral y productiva, además de la construcción e instalación de una nueva cultura de reconocimiento, respeto y acompañamiento social, político y económico. ¡Tú eres responsable de la responsabilidad del Otro! (Emmanuel Levinas).