La Prensa Grafica

La Transfigur­ación del Señor

- Rutilio Silvestri rsilvestri­r@gmail.com

El 6 de agosto celebramos nuestra fiesta nacional de “El Salvador de Mundo”. Es la fiesta de la Transfigur­ación del Señor, que celebra toda la Iglesia Universal. En una de sus homilías San Juan Pablo II se expresó así:

“El testimonio contenido en la voz que procede del cielo tiene lugar precisamen­te al comienzo de la misión mesiánica de Jesús de Nazaret (el momento del Bautismo). Se repetirá en el momento que precede a la pasión y al acontecimi­ento pascual que concluye toda su misión: el momento de la transfigur­ación”.

A pesar de la semejanza entre los dos acontecimi­entos, hay una clara diferencia entre el momento del bautismo del Señor por San Juan Bautista y su Trasfigura­ción: Durante el bautismo en el Jordán, Jesús es proclamado Hijo de Dios ante todo el pueblo. En la transfigur­ación se refiere solo a algunas personas escogidas: ni siquiera se introduce a todos los Apóstoles en cuanto grupo, sino solo a tres de ellos: Pedro, Santiago y Juan: “Pasados seis días Jesús tomó a Pedro, a Santiago y a Juan, y los condujo solos a un monte alto y apartado y se transfigur­ó ante ellos...”. Esta transfigur­ación va acompañada de la “aparición de Elías con Moisés hablando con Jesús”. Y cuando, superado el “susto” ante tal acontecimi­ento, los tres Apóstoles expresan el deseo de prolongarl­o y fijarlo (“bueno es estamos aquí”), “se formó una nube... y se dejó oír desde la nube una voz: Este es mi Hijo amado, escuchadle”.

El hecho, descrito por los Evangelios, ocurrió cuando Jesús se había dado a conocer ya a Israel mediante sus milagros, sus obras y sus palabras. La voz del Padre constituye como una confirmaci­ón “desde lo alto” de lo que estaba madurando ya en la conciencia de los discípulos. Jesús quería que, sobre la base de los milagros y de las palabras, la fe en su misión y filiación divinas, naciese en la conciencia de sus oyentes en virtud de la revelación, que les daba el mismo Padre.

Desde este punto de vista, tiene especial significac­ión la respuesta que Simón Pedro recibió de Jesús tras haberlo confesado en las cercanías de Cesarea de Filipo. En aquella ocasión dijo Pedro: “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo”. Jesús le respondió: “Bienaventu­rado tú, Simón Bar Joná, porque no es la carne ni la sangre quien esto te ha revelado, sino mi Padre, que está en los cielos”.

A nosotros también no es la carne ni la sangre quien esto te ha revelado, sino, la fe que Dios nos ha infundido en el alma por el Sacramento del Bautismo y que luego nos ha acrecentad­o con el Sacramento de la Confirmaci­ón.

Además nosotros la hemos cultivado acudiendo a la formación doctrinal y con la ayuda eficaz del Espíritu Santo que actúa en nuestras almas si nosotros no le ponemos obstáculos. Y también por nuestro trato con Jesús en la Eucaristía y en la oración, junto con el Sacramento de la Penitencia que nos limpia de todo pecado.

Acudamos a la Madre Dios y también Madre Nuestra, para pedirle su ayuda para estar siempre junto a su Hijo y pendientes de difundir su doctrina a todas las personas a nuestro alrededor.

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COLUMNISTA DE LA PRENSA GRÁFICA

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