Todos los que ejercen función pública deben cumplir estrictamente lo que ordena la ley en sus diversos aspectos
En estos días ha salido a luz que muchos funcionarios que acaban de asumir sus nuevas funciones no han cumplido a tiempo con el deber de presentar sus respectivas declaraciones patrimoniales a la Sección de Probidad de la Corte Suprema de Justicia, como ordena la Ley sobre Enriquecimiento Ilícito de Funcionarios y Empleados Públicos. Incumplimientos como este, que por supuesto no son de hoy en el ambiente, adquieren ahora notoriedad viral, según se estila decir en estos tiempos, como otro signo de que los encubrimientos anteriores en todos los campos y sentidos van siendo desplazados por la forma en que el ojo público se hace presente a cada instante en la cotidianidad del país, y muy particularmente en lo que se refiere al quehacer político e institucional.
El Presidente de la Asamblea Legislativa ha propuesto de inmediato una reforma legal que incremente las sanciones para aquéllos que incumplan las obligaciones declarativas que la legislación establece, y eso ha abierto, como era de esperarse, un debate político apegado a las condiciones del momento. En verdad, aquí lo que se ha puesto más de relieve es que se siguen dando fallas en el cumplimiento de los deberes que el ejercicio de las funciones públicas establece, y hacia ahí hay que apuntar la atención principal, porque no se trata sólo de crear mecanismos que disuadan de cometer incumplimientos, sino de enfatizar por todos los medios posibles la necesidad de que los que lleguen a las posiciones y a los cargos lo hagan con la convicción definida de que la ley rige y debe regir sus procederes en todo sentido, como corresponde en un auténtico Estado de Derecho.
Reiteramos la percepción, que tantas veces hemos puesto en evidencia como medio responsable e independiente, de que en El Salvador se viene dando un creciente esfuerzo destinado a transparentar los procederes institucionales, en las variadas expresiones de los mismos. Antes, lo que prevalecía en forma prácticamente intocable era la veladura y el silencio, hasta el punto que la función pública llegó a parecer un coto cerrado, al que sólo tenían acceso los que la ejercían directamente. Eso generó un predominio total de la impunidad, con los efectos desnaturalizadores que eran de esperar. Es lo que ha estado cambiando de manera progresiva en los tiempos más recientes,
haciendo posibles muchos destapes que hubieran sido inimaginables hasta hace poco.
El fortalecimiento creciente de instituciones como la Fiscalía General de la República y el Órgano Judicial se hace sentir cada vez más, y abre el camino para que los saneamientos institucionales prosigan, en entidades como la Corte de Cuentas de la República y aun en niveles más altos, como la misma Presidencia de la República, donde el punto candente de los “gastos reservados” es objeto de enfoque constante. Esto debe servir no sólo para darle arraigo al saneamiento en todo el aparato estatal sino también, y de modo muy significativo, para alentar la confianza ciudadana en que sus propósitos y demandas de limpieza, de corrección y de responsabilidad se están volviendo hechos concretos.
Lo que hay que garantizar, por todos los medios al alcance, es que el desempeño de las instituciones y de los que están a cargo de ellas o ejercen funciones dentro de las mismas se rija en todos los sentidos, y sin ninguna duda ni desvío, por lo que manda y establece la ley. Eso tiene que ser lo normal de aquí en adelante, a fin de que nuestro proceso vaya desenvolviéndose como debe ser.
Sigamos atentos a la forma en que las instituciones se manejan y al comportamiento personalizado de cuantos actúan dentro de ellas. Es lo que la población reclama y la realidad exige.
NO SE TRATA SÓLO DE CREAR MECANISMOS QUE DISUADAN DE COMETER INCUMPLIMIENTOS, SINO DE ENFATIZAR POR TODOS LOS MEDIOS POSIBLES LA NECESIDAD DE QUE LOS QUE LLEGUEN A LAS POSICIONES Y A LOS CARGOS LO HAGAN CON LA CONVICCIÓN DEFINIDA DE QUE LA LEY RIGE Y DEBE REGIR SUS PROCEDERES EN TODO SENTIDO...