El mayor riesgo está en soltar las palabras a la ligera sin ponerse a pensar en que lo dicho nunca se recoge
Se oye afirmar con frecuencia que las palabras se las lleva el viento, pero en verdad lo que se dice se queda en los oídos de quienes lo escuchan, y aunque no todo se recuerda después, siempre hay ecos que no desaparecen, sobre todo cuando lo dicho tiene intenciones y destinatarios muy específicos. Es por ello que una de las precauciones más valederas y eficaces es la que se refiere a la contención en el decir, que siempre opera como garantía de la propia seguridad. El silencio es virtud, dijo don Alberto Masferrer, nuestro máximo pensador de siempre; y tal virtud deriva de su condición de energía a la vez notoriamente auto educadora y predominantemente curativa. En consecuencia, lo ideal es siempre hacer que las palabras entren en alianza virtuosa con los silencios, para que no sólo se protejan mutuamente sino que se alimenten en estrecha alianza haciendo uso de los víveres guardados en las alacenas de la conciencia.
La era actual ha traído, como una de sus expresiones más desbordantes, una capacidad de comunicación que no tiene precedentes en ningún momento del pasado. La expansión tecnológica viene multiplicando redes comunicativas por doquier, desafiando todas las fronteras anteriores y haciendo que los antiguos aislamientos queden como imágenes sin retorno. Eso hace que las personas que nacimos en los alrededores de la
LAS REDES SOCIALES SON HOY LA TARIMA INFINITA DONDE LA ACTUALIDAD SE HACE SENTIR AL MÁXIMO, Y ES COMO SI VIVIÉRAMOS EN UN ANTRO SIN PRINCIPIO NI FIN, CONVIVIENDO CON TODOS LOS FANTASMAS IMAGINABLES.
frontera entre las dos mitades del pasado siglo tengamos a cada instante la sensación de que hemos vivido sucesivamente en mundos diferentes, lo cual es a la vez un privilegio educativo y un desconcierto de gran poder demandante. Esto induce a que las palabras hoy se sientan crecientemente animadas a saltar todas las barreras, haciéndose a la vez más atrevidas y más irresponsables. El silencio, por su parte, va teniendo que refugiarse en espacios interiores cada día más escondidos, como un fugitivo de su propia identidad. Las redes sociales son hoy la tarima infinita donde la actualidad se hace sentir al máximo, y es como si viviéramos en un antro sin principio ni fin, conviviendo con todos los fantasmas imaginables. El descontrol expansivo de las palabras se manifiesta en todos los campos y niveles del quehacer humano actual, pero donde con más evidencia se hace sentir es en el ámbito político. Y este fenómeno se da en las variadas sociedades del planeta, como demostración reiterada de que lo humano viene siendo global desde siempre, aunque en el pasado, distante o reciente, eso estuviera disfrazado por una gran cantidad de diferenciaciones artificiosas. En la política las pasiones y las distorsiones prosperan con fertilidad impresionante. El atropello y la descalificación están siempre a la orden del día, y para colmo tiende a imponerse el malsano criterio de que chocar es demostración de fortaleza y armonizar es síntoma de debilidad, cuando en verdad es todo lo contrario. No es de extrañar, entonces, que las palabras desbordadas y ofensivas tengan tanta capacidad de hacerse valer.
La provocación destructora hace de las suyas sin cesar, y eso contamina todos los ambientes como una invasión de virus que no se detienen ante nada. Y aquí precisamente hay que reiterar un dato que cuesta aceptar pero que es irrebatible en los hechos: ante la agresividad del provocador sólo hay un veneno que lo desactiva todo, y ese veneno es el silencio del provocado. Es cierto que ante cierto tipo de provocaciones acusatorias hay que responder con argumentos aclaratorios; pero esto siempre hay que hacerlo con la serenidad de los buenos argumentos, nunca con el pasionismo de las emociones disparadas. Si el provocado se pone al nivel del provocador, es el provocado el que lleva todas las de perder. Y repitamos, subrayándolo, algo que dijimos al principio como norma inteligente de salvaguarda emocional: hay que administrar al mismo tiempo, y con igual disciplina ordenadora, tanto las palabras como los silencios, para no caer en crisis perfectamente evitables. Antes de hablar hay que pensar en lo que se dice; y antes de decirlo hay que medir las consecuencias de soltar prenda. Hallar el exacto equilibrio entre las palabras y el silencio es clave para estar a salvo de todo desatino.