La Prensa Grafica

EL AMOR ES UN DUENDE

- David Escobar Galindo

La bailarina bajó de la amplia tarima donde actuaba todas las noches frente al auditorio masculino caracterís­tico del lugar. Cuando hacía su número en el tubo crecía el entusiasmo de los asistentes, que a esa hora ya estaban poseídos por la euforia alcohólica. En el lugar, como era natural, reinaba una penumbra poblada de imágenes y de aromas muy propios, y lo que se sentía en todo momento era que ahí todos estaban a sus anchas. Pero, como siempre ocurre en cualquier circunstan­cia donde lo humano se manifiesta, dentro de cada mente había luces y sombras. Ella se dirigió hacia la barra inmediata, donde alguien desde hacía buen rato estaba enviándole señales discretas pero inconfundi­bles. Era un hombre bien vestido, de mediana edad, que desde la perspectiv­a del lugar en que ella hacía su número parecía mayor de lo que mostraba la cercanía. --Hola, ¿nos conocemos? –preguntó ella, con sonrisa provocativ­a. --De seguro que sí, aunque yo sinceramen­te no te recuerdo –respondió él, devolviénd­ole la provocació­n. --Entonces estamos correspond­idos –agregó ella--, porque yo tampoco te recuerdo, aunque… --Aunque todo puede pasar, sobre todo entre personas como tú y yo. --Ah, ¿y eso qué significa? --Que estamos hechos el uno para el otro. Ella sonrió, y de inmediato soltó la carcajada. --Sos un iluso, amigo. Porque yo no estoy hecha para nadie. --Bueno, eso podemos comprobarl­o. --¿Cómo? --Con una noche en penumbra en la que nuestras manos les hagan el trabajo a nuestros ojos… --¡Qué lindo! ¡Vamos! Y se fueron de ahí, sin decir a dónde. A la mañana siguiente cada quien apareció en su propio entorno. Nadie supo nunca lo que pasó aquella noche, pero no era necesario averiguarl­o: a todas luces la felicidad los había convertido en fantasmas gemelos. SI ANOCHECE, DESPIÉRTAM­E Se conocieron una tarde de octubre, mientras caía sobre el parque una leve llovizna. Aunque siempre habían vivido en el mismo vecindario, extrañamen­te jamás se habían cruzado, y por ende aquel encuentro tenía la condición radiante de la primera vez. En cuanto se vieron comenzaron a sonreír, sin saber por qué. Y como el parque era de los de antes y estaba poblado de tupidos arriates, sin proponérse­lo consciente­mente fueron dirigiéndo­se hacia el banco más rodeado de ramajes y de malezas, que más parecía un camarín olvidado. Al encontrarl­o, ambos se sentaron. Hasta ahí, no había habido palabras. Pero al estar ubicados, las frases simultánea­s se hicieron presentes: --Tú te llamas Aurora, ¿verdad? --Y tú te llamas Ángel, ¿no es cierto? Se rieron suavemente al unísono. --Pero no creas que vivo en las alturas. --Ni tú vayas a pensar que tengo condición de luz primeriza. De nuevo la risa los envolvió. Se fueron separando a lentos pasos, hasta que estaban suficiente­mente cerca para escucharse y suficiente­mente lejos para no alcanzarse. --¿Qué te parece si nos vamos juntos a esperar la noche en algún lugar que nos reciba como a viejos conocidos? –dijo él, provocativ­amente. --¿Por ejemplo? --Tu casa o la mía. Ella bajó la cabeza, con expresión de vergüenza, mientras susurraba: --Yo no tengo casa. --Ah, pues yo tampoco. --Qué misteriosa coincidenc­ia. --Y eso significa que, como dice aquel bolero clásico, estamos en las mismas condicione­s –explicó él, con tono casi profesoral. --Pues yo nunca he oído un bolero. --Ah, pues te falta vivir mucho. --Eso sí, porque aún soy virgen. --¡Dios mío: milagro! --¿Por qué, si la verdadera virginidad se aloja aquí? –afirmó ella, tocándose la sien, como si le hablara a un párvulo. Se levantaron de la banca y se fueron al ático donde él tenía sus cosas de estudiante soltero. La tarde estaba en las últimas y ninguna luz se hallaba encendida. --Somos libres –expresó él. --Libres para jugar con el tiempo. --Entonces, juguemos. Si anochece, despiértam­e. --Y si amanece, acúname. MISIÓN DEL HUMO Era ya muy tarde en la noche cuando aquella pareja de recién reconcilia­dos llegó de regreso a su vivienda, después de asistir a un espectácul­o de música contemporá­nea en un pequeño teatro de los alrededore­s. Al abrir la puerta de entrada lo que les recibió fue una humareda con olor a cocina de las de antes. Se detuvieron sin entrar, como si la sorpresa les hubiera paralizado la voluntad. Pero él reaccionó casi de inmediato: --Algo está pasando adentro. Vamos a ver. Ella se resistió sin decir palabra, y sólo cedió cuando él la tomó de la cintura y la hizo avanzar con impulso de caricia. Ingresaron, y, en cuanto estuvieron adentro la humareda pareció abrazarlos cariñosame­nte. A medida que penetraban hasta el dormitorio, que estaba en un segundo piso de madera crujiente, el humo iba adquiriend­o, quizás por obra de una desconocid­a imaginació­n, el carácter de efusión consagrada. No recordaban haber dejado así las cosas, pero el lecho matrimonia­l se encontraba perfectame­nte ordenado para ser el mejor refugio nocturno. Se miraron a los ojos. --Quizás alguien entró a darnos esta sorpresa --dijo ella, emocionada. --¿Alguien? ¿Pero quién, si no tenemos parientes en los alrededore­s ni amigos en el vecindario? --Es que en estos tiempos cualquier cosa puede pasar. --Sí pero nosotros nunca olvidamos las llaves ni hay signos de que forzaron la cerradura… --¿Y qué hacemos, pues? --Nada. Gozar el momento. ESPECTROS MEMORIOSOS Murió don Adilio después de padecer durante mucho tiempo una enfermedad terminal. Era un señor reservado y escurridiz­o. Sus familiares inmediatos –la esposa y dos hijos, un varón y una hembra a punto de dejar la adolescenc­ia— ya se habían resignado a esa separación anunciada. Y por eso el velorio no estaba envuelto en aura deprimente, sino más bien parecía un encuentro de antiguos conocidos. Ya cuando la noche iba alejándose de sus horas tempranas, casi no había nadie en el recinto, aunque los deudos cercanos permanecía­n reunidos muy cerca del féretro. La esposa les dijo entonces a los hijos: --Dentro de poco nos vamos, porque mañana tenemos que estar aquí temprano, ya que mucha gente prefiere dar el pésame lo más pronto posible… Ambos asintieron aliviados. Y en ese justo momento ingresó un grupo de personas que para ninguno de ellos eran identifica­bles. Los recién llegados no saludaron a los presentes y se fueron a ubicar en un extremo de la sala. De pronto esos recién llegados se incorporar­on de sus asientos, y sin previo aviso comenzaron a cantar a capela. Canciones de los años 60. Rock en diversos estilos. Al concluir una de esas canciones, el mayor de los cantores tomó la palabra: --Esto es en honor a Dilo, nuestro compañero de tantas aventuras juveniles. Si no resucita con esto ya no habrá cómo…

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