Solo si la armonía empieza a ganar terreno en el ambiente nuestro país podrá ir saliendo de veras adelante
SE DAN GESTOS DE ACERCAMIENTO COMPRENSIVO A LAS CUESTIONES NACIONALES MÁS CRÍTICAS, Y, POR OTRA PARTE, PERSISTEN LOS DESENCUENTROS AGRESIVOS MONTADOS EN UN LENGUAJE ACREMENTE DESCALIFICADOR.
Los salvadoreños emprendimos allá en los inicios de los años 80 del pasado siglo la primera experiencia democratizadora en el curso de nuestra vida republicana. Haber tardado tanto en asumir dicha tarea modernizadora de nuestro sistema de vida política y socioeconómica nos fue pasando facturas cada vez más pesadas y agobiantes, haciendo que las distorsiones acumuladas se hayan vuelto nuestro pan de cada día, generando una permanente indigestión estructural cuyas consecuencias están a la vista de infinidad de maneras. Basta con poner un ejemplo para dar fe de esta dramática situación: la endémica falta de democracia hizo que se acumularan progresivamente los factores que llevaron a la confrontación bélica, que puso al país al borde del precipicio sin retorno, y que por designio providencial se logró resolver en el plano de las perspectivas prometedoras sin precedentes. Así hemos llegado a este momento en el que un futuro distinto podría hacerse factible.
Cuando hablamos de armonía no estamos refiriéndonos a una cuestión idílica, que por supuesto estaría fuera de lugar en el escenario de las realidades concretas, que desde luego están siempre cargadas de dificultades y de retos que hay que encarar con realismo y con valentía. La armonía que nos ocupa es un componente equilibrador por excelencia, que no disimula ni esconde las complejidades del diario vivir sino que busca métodos y herramientas que permitan enfrentar problemas con auténtico sentido de efectividad concreta. Aquí no se trata de una lucha entre el blanco y el negro, sino de un permanente contraste entre la razón y la sinrazón.
La normalización de nuestras prácticas de convivencia debería estar en la primera línea de las prioridades nacionales para que se abra una perspectiva realmente motivadora de progreso en las diversas expresiones de dicho término. Y cuando se enfoca tal normalización surge de inmediato la necesidad de promover un cambio fructífero en las actitudes que vienen prevaleciendo tradicionalmente en nuestro ambiente, y que en buena medida son responsables de que el proceso nacional tenga una ruta tan accidentada e imprevisible.
Las actitudes que necesitamos para que nuestra evolución pase de veras a moverse en forma equilibrada y estable son las que van dispuestas a servirle a la racionalidad en lugar de someterse a los caprichos y a las obsesiones del actuar que no admite matices. La democracia es, por su propia índole, relativista en el saludable sentido del término, y a partir de ahí hay que irla ejercitando en todas sus dimensiones y expresiones. Salvo en casos muy específicos y esporádicos, como fue el logro de la solución política de la guerra interna, los salvadoreños hemos sido tozudamente reacios a incorporar la racionalidad armoniosa a nuestro manual de manejo de los problemas nacionales.
En este momento preciso de nuestro avance transicional hay muchas señales contradictorias que se cruzan en el día a día. Se dan gestos de acercamiento comprensivo a las cuestiones nacionales más críticas, y, por otra parte, persisten los desencuentros agresivos montados en un lenguaje acremente descalificador. Lo que esperamos es que la fuerza de los hechos vaya ubicando cada vez más las piezas en su puesto para que el rompecabezas nacional se ordene como es debido.
Insistimos, y lo continuaremos haciendo de modo incansable, en la necesidad imperiosa de darles forma y potencia a los procederes armoniosos, que son siempre los que verdaderamente funcionan.
Solo si hay armonía bien administrada e inteligentemente aplicada se hace factible que la realidad se mueva en forma beneficiosa para todos. Si eso no se da, seguiremos atrapados en el pantano.