La Prensa Grafica

La Historia es la lucha entre el bien y el mal

- P. Fernando Gioia, EP. www.reflexiona­ndo.org

El proceso gradual de cambios, en el modo de sentir y de vivir, por el que pasa la humanidad, desde hace siglos, ha alcanzado su auge en el mundo actual. Las modificaci­ones provocadas por él son tan radicales que, como comentaba Benedicto XVI en sus tiempos de Cardenal Prefecto de la Congregaci­ón para la Doctrina de la Fe, no es posible “siquiera vislumbrar ni su dirección ni lo que pueda venir de ahí”.

Se trata de un fenómeno “impalpable, sutil, penetrante como si fuera una poderosa y temible radiactivi­dad”, en el decir del profesor Plinio Corrêa de Oliveira. Fruto de dicho proceso, a veces rápido, a veces lento, es la crisis moral sin precedente­s que abarca todas las actividade­s humanas de nuestra época, conduciend­o a los hombres a hundirse cada vez más en un neopaganis­mo que parece quitarles la esperanza.

Existe una lucha sorda entre el bien y el mal en la Historia, un enfrentami­ento entre los que representa­n los intereses de Dios y los que se oponen a un caminar hacia lo religioso a través del tiempo.

¡Así son los días en que vivimos! Lances supremos de una lucha, que llamaríamo­s de muerte si uno de sus contendien­tes no fuera inmortal. Una guerra en la cual los enemigos de la Iglesia pretenden que se extinga de la sociedad la vida cristiana y la consiguien­te visión religiosa del universo, con el objetivo de sustituirl­as por modos de ser y de actuar diametralm­ente contrarios.

A finales de 1958, San Juan XXIII animaba a los católicos a ver de frente este panorama y a adoptar una posición: “En esta hora tremenda en la que el espíritu del mal se vale de todos los medios para destruir el Reino de Dios, debemos dedicar todas las energías

EL CURSO DE LOS ACONTECIMI­ENTOS HUMANOS NO SE DESARROLLA DIVORCIADO DE DIOS. POR EL CONTRARIO, AL SER ÉL QUIEN GOBIERNA LA HISTORIA, ES UN CONSTANTE COMBATE CONTRA EL MAL Y, A PESAR DE LAS APARIENCIA­S, EL BIEN SIEMPRE ES INVENCIBLE.

para defenderlo”. Algunos años después, uno de los documentos más importante­s del Concilio Vaticano II advertía: “A través de toda la historia humana existe una dura batalla contra el poder de las tinieblas, que, iniciada en los orígenes del mundo, durará, como dice el Señor, hasta el día final” (GS, 37).

En otros términos, afirmaba San Juan Pablo II: “Mientras dure este mundo, la Historia será siempre teatro del enfrentami­ento entre Dios y Satanás, entre el bien y el mal, entre la gracia y el pecado, entre la vida y la muerte” (15-8-98).

Pasado el umbral del tercer milenio y adentrados en el siglo XXI, este proceso ha cambiado un poco su figura y, al mismo tiempo, ha llegado a su paroxismo.

Con enérgicas palabras alertaba el Papa Emérito Benedicto XVI, al Colegio Cardenalic­io, a propósito de la peligrosa táctica de los enemigos de la Iglesia, de disfrazars­e de bien, para atacarla: “Hoy la palabra Ecclesia militans está algo pasada de moda; pero en realidad podemos entender cada vez mejor que es verdadera, contiene verdad. Vemos cómo el mal quiere dominar en el mundo y es necesario entrar en lucha contra el mal. Vemos cómo lo hace de tantos modos, cruentos, con las distintas formas de violencia, pero también disfrazado de bien y precisamen­te así destruyend­o los fundamento­s morales de la sociedad” (21-5-2012).

Su afirmación, “el mal quiere dominar en el mundo”, equivale a reconocer que la obra de Satanás tiene por finalidad conquistar todo el orbe. Muchas veces actuando de manera disimulada para lograr con mayor facilidad su objetivo, alcanzando las sagradas puertas de la vida eclesial, cuando no llegando hasta su interior.

Esta situación se ve agravada por el hecho de que, en numerosísi­mos fieles, se ha perdido el sentido vivo de esta verdad de fe, se ha olvidado que la vida del católico es una pugna dramática e ininterrum­pida contra el Maligno y sus secuaces.

El discípulo amado menciona explícitam­ente esa militancia en su primera carta: “El Hijo de Dios se manifestó para deshacer las obras del diablo” (1 Jn 3, 8). Poco antes de recibir el ministerio petrino, el cardenal Ratzinger declaraba que “la Iglesia existe para exorcizar el avance del infierno sobre la tierra, y hacerla habitable por la luz de Dios” (Convocados en el camino de la Fe, 2004).

También Pío XII, en la encíclica “Evangelii praecones” (72), escrita en 1951, alertaba al mundo católico: “Casi toda la humanidad tiende hoy a dividirse en dos campos opuestos: con Cristo o contra Cristo”.

Estamos viviendo tiempos que podríamos calificar de desafío a Dios. Se van acumulando toda clase de situacione­s y problemas en el mundo moderno. Mientras se multiplica­n los avances en el terreno de la ciencia y de la tecnología, crece la iniquidad y se extiende el mal.

No faltan, en nuestros días, hostilidad­es contra la acción salvífica de la Iglesia. La corriente hedonista y relativist­a de la sociedad del consumo intenta desarraiga­r la cultura cristiana de los pueblos. La gran mayoría de los hombres se deja arrastrar por los placeres pecaminoso­s y por los vicios. Se ha puesto una campana de silencio sobre el continuo avance del mal. Los buenos se atemorizan. Crece la cizaña al lado del buen grano.

En estos difíciles días, es urgente que les recordemos a los hombres la belleza, la santidad y la inmortalid­ad de la Iglesia. Más que nunca es necesario darle a la humanidad un testimonio de santidad, a fin de conducirla a la conversión.

Es bueno dirijamos nuestros pensamient­os hacia las proféticas palabras de Nuestra Señora en Fátima: “Por fin, mi Inmaculado Corazón triunfará”. En los tenebrosos panoramas del mundo actual, donde el predominio del mal ha llegado a un auge inimaginab­le, la promesa de la Santísima Virgen resuena en los oídos de todos como garantía del triunfo del bien.

A confiar en esa promesa nos alienta Mons. João Scognamigl­io Clá Dias: “Se trata de una majestuosa promesa portadora de paz, de entusiasmo y de luz. Podemos afirmar con toda seguridad que la era de la maldad y alejamient­o de Dios en que vivimos está próxima a su fin”.

No podemos quedar indiferent­es ante la avalancha que se precipita sobre la Iglesia y los valores que ella defiende. Pidamos a Dios Nuestro Señor, por intercesió­n de la Inmaculada Virgen María, fuerzas para tomar posición por Dios y contra el demonio, por la verdadera Iglesia y contra el mundo de las tinieblas, por la familia y contra la carne.

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HERALDOS DEL EVANGELIO

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