La Prensa Grafica

ÁLBUM DE LIBÉLULAS ( 229)

- David Escobar Galindo

1875. CULTO DE DESVÁN

Cuando le llegó el momento de escoger opción de trabajo, decidió, inesperada­mente, abrir una cafetería que invitara al descanso. Había estudiado ingeniería industrial, y aquella decisión resultaba casi inverosími­l. Sus padres, cautelosos, no indagaron nada, pero Katia, su novia de siempre, se dio por sorprendid­a. Él esbozó una respuesta elusiva, y así quedaron las cosas. La cafetería se abrió con ilusión de bar, y él permanecía ahí, atento hasta a los detalles mínimos. De pronto, en cualquier momento, dejaba de estar visible por algunos instantes, y nadie sabía su paradero. Hasta que Katia, un día de tantos, se propuso seguirle la pista. Lo siguió por la escalerita disimulada, y arriba lo halló recostado en el colchón. “Es lo que siempre soñé: reencontra­rme con el desván de mi infancia, cualquier día y a cualquier hora…”

1876. PARÁBOLA CON PROMESA

Sus bisabuelos maternos eran familia de costureros tradiciona­les, y la tienda de ropa que abrieron en aquella esquina de la ciudad de entonces ya no existía como tal, pero la edificació­n intacta que la albergara desde el primer momento se hallaba hoy en sus manos, las de un millennial dispuesto a romper brecha. Aún estaba soltero y podía decidir por su sola cuenta. Sus padres, que emigraran hacia el Norte dejándolo en poder de una tía soltera, apenas se comunicaba­n en fechas especiales. Él fue a revisar la casa vacía y abandonada. Los cuartos eran penumbroso­s y sólo había al fondo un pequeño espacio que alguna vez fue jardín. Se sentía en su hogar. Y al estar solo podía emocionars­e a sus anchas. Lanzó un breve grito. Se arrodilló. “¡Estoy de vuelta para acompañarl­os hasta que la muerte nos reúna de veras en otro taller!”

1877. MISIÓN OTOÑO

Septiembre trajo aquella vez algunas señales más intensas y reconocibl­es que en años anteriores. Así, algunos árboles comenzaron espontánea­mente a enrojecer sus follajes y algunos amaneceres despertaro­n con sensacione­s friolentas que parecían ser efecto de nieves anunciadas. Aquel joven imaginativ­o empezó a mencionar el fenómeno, y la gran mayoría de las respuestas eran casi despectiva­s. “Cipote loco”. “Estos ya no hallan qué inventar”. “Mejor estudiá en vez de andar divagando”… Pero aquella mañana se topó en la calle con un vendedor ambulante de ropa. “¡Ey, muchacho! ¿Vos sos el mensajero del otoño, verdá?” Él abrió los ojos, sorprendid­o. “¿Cómo lo supo, señor?” “Ah, porque te voy a contar algo muy personal: el otoño es mi maestro y sé lo que quiere… Unámonos para servirle al Dios Otoño… ¿Te parece?”

1878. DEMOCRACIA EN PANTUFLAS

Como siempre, la temperatur­a política fluctuaba según las circunstan­cias, y eso hacía que los ciudadanos estuvieran constantem­ente a merced de los vaivenes temperamen­tales del clima humano imperante. Ahora mismo se estaba iniciando una competenci­a electoral de gran calado, y cada día el ambiente parecía un dilatado muelle en el que atracaban y despegaban los navíos circulante­s, casi siempre sin previo aviso. Pero aquella mañana, el muelle despertó vacío. “¿Qué está pasando?”, se preguntaba­n con palabras o sin ellas los habitantes de los entornos. El día avanzó, sin que la situación variara, y al fin alguien se animó a opinar: “Quizás la democracia se ha tomado unas horas de reposo, ahí en su hogar en los alrededore­s del puerto. Acabo de verla asomándose a su terraza, en pantuflas… De seguro lo necesitaba”.

1879. MENSAJE DESDE EL FONDO

Hay que soñar… ¡Hay que soñar!... ¡¡Hay que soñar!!... No era una voz, sino un eco, que venía persiguién­dolo desde que tenía memoria. Y hoy, cuando su vida estaba en una especie de umbral frente al horizonte de los años por venir, el eco se hacía partícipe de la inquietud existencia­l creciente. Y es que él iba sintiendo cada vez más desde el fondo de su ser la necesidad de ponerse en contacto con las resonancia­s ancestrale­s, como si se tratara de un rito profundame­nte revelador. Hasta que llegó el momento en que la ansiedad acumulada se le desbordó y lo que hizo fue tomar la vía del escape. Le latía la pregunta: “¿Escape hacia dónde?” Y en ese mismo instante el eco le respondió: “Por fin te decides: hacia tu albergue más profundo en el fondo del sueño”. Entonces abrió la ventana y se lanzó al aire. Su sueño era volar sin fin.

1880. NOS VEMOS EN EL MÓVIL

Estaban por cumplir diez años de casados, y aquella sensación le había venido creciendo a ella como una verdolaga imparable. Esa noche, cargada de relámpagos cercanos y truenos distantes, la sensación de que tenía que buscar refugio en un lugar seguro se le hizo inaguantab­le y llamó a su padre para pedirle que le permitiera ir a dormir a la casa de siempre. La respuesta fue inmediata: “Aquí te esperamos dentro de unos pocos minutos, y así nos explicas…” Llegó, pero no explicó nada, porque consciente­mente no tenía nada que explicar. Al día siguiente, él la llamó, alarmado: “¡¿Dónde estás, Iris, que anoche te perdiste…?!” “¿Me perdí? ¡No, amor: me encontré!” “No entiendo”. “¿Tenés encendido tu móvil?” Si lo tenés, ahí te explico…” Y las imágenes hicieron de las suyas. El próximo orgasmo sería eterno… ¡Hurra!

1881. ROSAS INVERNALES

En esas semanas del año la lluvia llevaba la batuta del aire, y el aire, que se rebelaba a ratos, casi siempre acababa sometiéndo­se a los dictados de las ráfagas de humedad intrépida. El día en que estamos es uno de esos días, y la suave y todopodero­sa tentación de quedarse refugiado entre las colchas matutinas es muy difícil de vencer. Pero él tenía que hacerlo, porque el trabajo no daba permiso de otra cosa. Se levantó, estirándos­e, realizó con desgano los preparativ­os para irse a cumplir sus tareas y emprendió camino. Algo desde muy adentro lo movió a ir a pie. Avanzó un par de cuadras y de pronto creyó estar en otro entorno. ¿Qué era eso? ¿Alucinació­n? Lo que tenía a la par era la rosaleda de don Benjamín Bloom en la Avenida España. Las rosas le extendían sus pétalos. El aire sonreía y la llovizna también.

1882. CARA O CRUZ

Ellos eran una pareja de jóvenes que dentro de muy poco saldrían a ubicarse profesiona­lmente, y por la excelencia de sus desempeños académicos de seguro les esperaba una buena vida. Al pensarlo se quedaban callados, porque sus imágenes respectiva­s estaban en las antípodas. Para muestra un botón: ella quería un penthouse de última moda; y él, una casa clásica de las de antes. Y en ese dilema estaban hasta que sus padres, en conjunto, les pusieron un ultimátum emocional: “O se deciden o se olvidan”. Y entonces asomó la solución intrépida: echar la suerte a cara o cruz.

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